Page 98 - Cuentos para Triunfar
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20º) No se olvide de Dios.

                                                    El relojero



                  Era un pueblo de tras las sierras, en la primera década del mil novecientos.
                      Uno de esos pueblos dónde los oficios eran fundamentales y abastecían las
                  necesidades  de  los  lugareños.  Incluso,  alguno  de  esos  oficios  terminaban
                  dándole el apellido a las familias.
                      Así, los que hacían el pan eran los Panero; los que llevaban el agua eran
                  los Agüero; los que hacían herraduras, eran los Herrera; los que llevaban las
                  piedras para las construcciones, eran los Cantero; y los que hacían los techos
                  de paja, obviamente eran los Pérez, los que vivían al final de la calle (este es
                  un libro para toda la familia; qué esperaba).
                      La cuestión es que entre todos los oficios y comercios del pueblo, estaba el
                  relojero, hijo de relojero y nieto de relojero.
                      Así  pasaban  los  días  la  gente  de  este  lugar.  Trabajando  de  día,  y  de
                  reuniones en la plaza por las noches veraniegas.
                      Una siesta, de esas que no existe nadie en las calles, la tranquilidad de la
                  villa se vio interrumpida por el galopar de un caballo que atravesó la calle de
                  la iglesia y fue a para a lo del relojero.
                      Era  el  chasqui, que traía un  telegrama  para  este, donde se lo invitaba a
                  viajar para la gran capital, porque habría de recibir una enorme herencia.
                      A  la  mañana  siguiente,  a  eso  de  las  seis  y  media,  frente  a  la  casa  del
                  relojero estaba la carreta ya cargada con muebles, ropa y familia, lista para
                  partir de viaje.
                      La gente, en principio se desesperó:
                      -  Y ahora qué vamos a hacer sin el relojero – dijo un paisano.
                      -  Esto es terrible – comentó otro.
                      Fue así cómo el pueblo se quedó sin su relojero. En aquel entonces, los
                  relojes eran de bolsillo. Todo el mundo portaba uno. Y todos funcionaban a la
                  perfección gracias a las manos hábiles del relojero.
                      Entre los relojes del pueblo, había uno muy especial que pertenecía a un
                  joven. Todas las noches antes de acostarse, le daba cuerda y cuidadosamente
                  lo  depositaba  sobre  la  mesa  de  luz,  en  un  lugar  para  que  no  se  golpeara.
                  Quería mucho a ese reloj porque había sido un regalo de su padre, que ya no
                  estaba con él.
                      Pasaron los primeros días del pueblo sin relojero, y en realidad la gente no
                  sintió tanto su ausencia:
                      -  Peor hubiera sido que se fuera el aguatero – dijo uno.
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