Page 179 - Cementerio de animales
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—No la sueltes —susurró Ellie.



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               Louis se unió a los demás, y Jud le presentó a sus sobrinos, que en realidad eran
           primos en segundo o tercer grado…, descendientes del hermano del padre de Jud.

           Eran dos mocetones de unos veintitantos años con un aire de familia muy marcado.
           El hermano de Norma frisaba los sesenta, según supuso Louis, y si bien en su cara se
           advertían las huellas del disgusto, parecía sobrellevarlo bastante bien.

               —Celebro conocerles —dijo Louis. Se sentía un poco violento. Al fin y al cabo,
           era un extraño a la familia.
               Ellos le saludaron con un movimiento de cabeza.

               —¿Ellie está bien? —preguntó Jud haciéndole una seña con el mentón. La niña
           remoloneaba en el vestíbulo y los miraba.
               «Desde luego; sólo quiere asegurarse de que no me esfumo en el aire», pensó

           Louis casi con una sonrisa. Pero aquel pensamiento le sugirió otro: «Oz, el Ggande y
           Teggible.» Y la sonrisa se desvaneció.
               —Sí, creo que sí —dijo Louis agitando la mano hacia ella. La niña hizo otro tanto

           y dio media vuelta para salir, haciendo volar la falda de su vestido azul marino. Louis
           observó  en  ella,  con  cierta  dolorosa  sorpresa,  un  aire  de  madurez.  Fue  sólo  un
           momento, pero momentos como aquél le hacen a uno recapacitar.

               —¿Qué? ¿Estamos listos? —preguntó uno de los sobrinos.
               Louis asintió y lo mismo hizo el hermano menor de Norma.
               —Con cuidado —dijo Jud. Tenía la voz ronca. Luego, dio media vuelta y subió

           por el pasillo lentamente, con la cabeza inclinada.
               Louis  se  situó  en  el  ángulo  posterior  izquierdo  del  féretro  gris  acero  modelo
           American  Eternal  que  Jud  había  elegido  para  su  esposa.  Agarró  el  asa  que  le

           correspondía y entre los cuatro hombres sacaron lentamente el ataúd de Norma a la
           mañana  gélida  y  luminosa  del  primero  de  febrero.  Alguien  —seguramente  el

           sacristán— había echado una gruesa capa de ceniza sobre el sendero resbaladizo de
           nieve pisada y helada. Junto a la acera, un furgón Cadillac despedía un humo blanco
           por  el  tubo  de  escape.  A  su  lado,  observándolos  y  preparados  para  ayudar  por  si
           alguno resbalaba o desfallecía (quizá el hermano), estaban el director de la funeraria

           y su hijo, un muchacho afónico.
               Jud, de pie junto a ellos, contempló cómo introducían el féretro en el coche.

               —Adiós, Norma —dijo encendiendo un cigarrillo—. Hasta pronto, muchacha.
               Louis abrazó a Jud por los hombros, y el hermano de Norma se le acercó por el
           otro lado, relegando a segundo término al director y a su hijo. Los fornidos sobrinos
           (o primos segundos, o lo que fueran) ya habían hecho mutis, una vez realizado el




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