Page 180 - Cementerio de animales
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simple trabajo del acarreo. Ellos no frecuentaban aquella rama de la familia. A Norma
la conocían por las fotografías y alguna que otra visita de cumplido: largas tardes
pasadas en la sala, comiendo las galletas de Norma y bebiendo la cerveza de Jud, no
precisamente aburridos por las viejas historias de tiempos y personas que ellos no
habían conocido, pero sí pensando en lo que hubieran podido hacer aquella tarde
(lavar y abrillantar el coche, jugar una partida de bolos o, simplemente, ver por la tele
un combate de boxeo con los amigos) y contentos de marcharse una vez satisfechas
las formalidades.
Para ellos, la familia de Jud ya era cosa del pasado; era como un planetoide
erosionado que se alejaba de la masa principal, a la deriva, disminuyendo de tamaño
hasta convertirse en una mota. El pasado. Fotos en un álbum. Viejas historias
contadas en habitaciones excesivamente caldeadas: ellos no eran viejos; sus
articulaciones no estaban artríticas ni su sangre se había enfriado. El pasado se
reducía a unas asas que había que agarrar de vez en cuando y luego soltar. Al fin y al
cabo, si el cuerpo humano era la envoltura que contenía al alma humana, la carta que
Dios enviaba al universo, según enseñaban la mayor parte de las religiones, el
American Eternal sería la envoltura que contenía el cuerpo humano, y para aquellos
aguerridos sobrinos o primos o lo que fueran, el pasado era una carta vieja que había
que archivar.
«Dios salve el pasado», pensó Louis, estremeciéndose sin más motivo que el
pensar que llegaría el día en que él se sentiría igual de desligado de su propia sangre,
del fruto de los hijos de su hermano… o de sus propios nietos, si Ellie o Gage tenían
hijos y él llegaba a conocerlos. El centro de gravedad se desplazaba. Los vínculos
familiares se deterioraban. Caras jóvenes en fotos viejas.
«Dios salve el pasado», pensó nuevamente oprimiendo con más fuerza los
hombros del anciano.
Los pajes colocaron las flores en la trasera del coche fúnebre y la luneta se alzó
eléctricamente y quedó encajada en su ranura. Louis retrocedió para recoger a Ellie y
juntos se dirigieron al coche. Louis sujetaba a la niña por el brazo, para que no
resbalara con sus zapatos nuevos de suela de cuero. Arrancaban los motores de los
coches.
—¿Por qué encienden las luces, papi? —preguntó Ellie con extrañeza—. ¿Por
qué, si es de día?
—Lo hacen en señal de respeto por la muerta —dijo Louis, y notó que su voz
sonaba ronca, mientras tiraba de la palanca que encendía los faros del Ford—.
Vámonos.
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