Page 185 - Cementerio de animales
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               Louis Creed pensaría después que el último día realmente feliz de toda su vida
           fue el 24 de marzo de 1984.

               Las  cosas  que  iban  a  ocurrir  y  que  se  cernían  sobre  ellos  como  una  mortífera
           avalancha, aún tardarían siete semanas en llegar; pero durante aquellas siete semanas
           no hubo nada que se destacara con aquel color y aquella fuerza. Aunque aquellos

           horrores  no  hubieran  ocurrido,  él  habría  recordado  siempre  aquel  día.  Los  días
           realmente buenos —buenos de verdad— son escasos, pensaba él. Tal vez los de toda

           una  vida,  reunidos,  no  llegaran  al  mes,  en  las  mejores  circunstancias.  A  Louis  le
           parecía que Dios, en su infinita sabiduría, se mostraba mucho más generoso cuando
           se trataba de repartir sufrimiento.
               Aquel  día  era  sábado  y,  por  la  tarde,  él  se  quedó  en  casa,  cuidando  de  Gage,

           mientras Rachel y Ellie hacían la compra semanal. Habían ido con Jud en su vieja
           camioneta IH 59, no porque estuviera averiado el coche grande de la familia, sino

           porque  al  anciano  le  gustaba  su  compañía.  Rachel  preguntó  a  Louis  si  tendría
           inconveniente en quedarse con Gage, y Louis contestó que ninguno, desde luego. Se
           alegraba de que ella pudiera salir; después de todo un invierno en Maine, casi sin
           moverse de Ludlow, pensaba que su mujer necesitaba distracción. Aunque Rachel en

           ningún momento se quejó, a Louis le parecía que empezaba a mostrar síntomas de
           inquietud.

               Gage despertó de su siesta a eso de las dos, de muy mal humor. Louis hizo varias
           tentativas de distraerle, pero el niño no se dejaba impresionar. Para colmo de males,
           el muy repelente hizo una deposición monumental, cuya calidad artística no ganó en
           mérito a ojos de Louis por estar rematada por una canica azul. Una de las canicas de

           Ellie.  El  crío  podía  haberse  ahogado.  Louis  decidió  que  en  lo  sucesivo,  basta  de
           canicas  —todo  lo  que  caía  en  manos  de  Gage  iba  directamente  a  la  boca—,  pero

           aquella decisión, aunque muy laudable, no le ayudaría a mantener distraído al niño
           hasta el regreso de su madre.
               Louis oía silbar en torno a la casa el viento de la recién llegada primavera que

           hacía danzar las sombras de las nubes en el campo de Mrs. Vinton, contiguo a la casa,
           y de pronto se acordó de la cometa en forma de buitre que comprara por capricho
           hacía cinco o seis semanas, al regresar de la universidad. ¿Había comprado también

           cordel? En efecto. ¡Magnífico!
               —¡Gage! —dijo—. Gage había encontrado un lápiz de cera verde debajo del sofá
           y  estaba  rayando  uno  de  los  cuentos  favoritos  de  Ellie.  «Un  nuevo  motivo  para

           alimentar los sentimientos de rivalidad fraternos», pensó Louis con una sonrisa. Si
           Ellie se ponía muy pesada cuando descubriera las filigranas que Gage había dibujado
           en el libro, él no tenía más que aludir al adornito que había aparecido en los pañales



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