Page 186 - Cementerio de animales
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del niño.
—¿Qué? —contestó Gage. Ya hablaba bastante bien, y Louis empezaba a pensar
que tal vez fuera más que medianamente inteligente.
—¿Quieres salir?
—¡Quiere salir! —respondió Gage con entusiasmo—. ¡Quiere salir! ¿Patillas,
papi?
La pregunta, traducida, era: ¿Dónde están mis zapatillas, papi? Con frecuencia,
Louis se admiraba del modo de hablar de Gage, no porque fuera gracioso, sino
porque le parecía que todos los niños pequeños hablaban como inmigrantes que
estuvieran aprendiendo un idioma extranjero con un método anárquico y ameno. Él
sabía que los bebés producían todos los sonidos que puede emitir la voz humana: el
trino nasal tan difícil para los estudiantes de primer año de francés, los gruñidos y
chasquidos guturales de los aborígenes australianos y las ásperas consonantes del
alemán. Era una facultad que perdían al aprender la lengua materna y Louis se
preguntaba a menudo si lo que se hacía durante la niñez no sería olvidar, más que
aprender.
Las «patillas» de Gage aparecieron por fin… también debajo del sofá. Otra de las
sospechas de Louis era la de que en las familias con niños pequeños, la zona situada
debajo del sofá de la sala poseía una misteriosa fuerza magnética que succionaba toda
clase de objetos, desde botellas e imperdibles hasta lápices de colores y tebeos con
restos de comida rancia entre sus páginas.
Pero la chaqueta de Gage no estaba debajo del sofá: estaba a mitad de la escalera.
Fue más difícil dar con la gorra de béisbol, sin la que Gage no consentía en salir de
casa, porque estaba en su sitio, el armario que, naturalmente, fue el último lugar en el
que miraron.
—¿Dónde vamos, papi? —preguntó Gage amistosamente, dando la mano a su
padre.
—Al campo de Mrs. Vinton. A lanzar una cometa, amigo.
—¿Comeeta? —preguntó Gage, receloso.
—Te gustará. Un momento, chico.
Estaban en el garaje. Louis sacó su llavero, abrió el armario del garaje y encendió
la luz. Después de revolver en el armario, encontró al «buitre», todavía dentro de la
bolsa, con el ticket de caja prendido. Lo compró durante el crudo febrero, una tarde
en que su alma necesitaba mantener un destello de esperanza.
—¿Eto? —preguntó Gage. O sea: «¿Qué diantres es eso que tienes ahí, padre?»
—Es la cometa —dijo Louis sacándola de la bolsa. Gage observaba con interés
cómo Louis desplegaba el buitre, cuyas alas, de resistente plástico, tenían una
envergadura de un metro y medio. Sus ojos, saltones y sanguinolentos, parecían
mirarles desde la pequeña cabeza situada al extremo de un cuello flaco y desplumado.
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