Page 189 - Cementerio de animales
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calientes y alubias y, mientras Rachel le ponía el pelele para acostarle, Louis se llevó
aparte a Ellie y tuvo con ella una charla confidencial sobre las consecuencias de dejar
las canicas por ahí tiradas. En otras circunstancias, tal vez hubiera acabado por
gritarle, pues Ellie se ponía muy soberbia —y hasta impertinente— cuando se le
reprochaba algo. Era sólo su forma de reaccionar a las críticas, pero ello no impedía
que Louis perdiera los estribos cuando la niña se extralimitaba o él estaba cansado.
Pero, aquella noche, gracias a la cometa, estaba de muy buen humor y Ellie se
mostró razonable. Prometió tener más cuidado y luego bajó a ver la tele hasta las
ocho y media, una concesión del sábado por la noche a la que no hubiera renunciado
por nada del mundo. «En fin, asunto terminado y puede que hasta haya sido una
suerte», pensó Louis, sin sospechar que el peligro no estaba en las canicas, ni en los
resfriados, sino en un gran camión de la Orinco y en aquella carretera…, tal como les
advirtiera Jud Crandall un día de agosto.
* * *
Aquella noche, Louis subió la escalera unos quince minutos después de que
Rachel acostara a Gage. Encontró al niño quieto en su cuna pero todavía despierto,
apurando un biberón y con los ojos fijos en el techo en actitud contemplativa.
Louis le tomó un pie, lo levantó, le dio un beso y volvió a depositarlo en la cuna.
—Buenas noches, Gage.
—Vuela la cometa, papi.
—¡Cómo volaba! ¿Eh? —dijo Louis y, sin saber por qué, sintió lágrimas en el
fondo de los ojos—. Hasta el cielo subió.
—Vuela la cometa. Hasta el cielo.
Se puso de lado, cerró los ojos y se durmió. Así, sin más.
Al salir al pasillo, Louis miró atrás y vio brillar unos ojos amarillentos dentro del
armario de Gage. La puerta estaba entreabierta… sólo una rendija. Sintió que el
corazón se le subía a la garganta y torció los labios en una mueca. Abrió la puerta del
armario pensando no sabía qué.
(Zelda, Zelda está en el armario, con la lengua ennegrecida asomando entre los
labios)
Naturalmente, era Church, el gato, que se había metido en el armario y al ver a
Louis arqueó el lomo y dio un bufido enseñando unos dientecitos como alfileres.
—Fuera de ahí—susurró Louis.
Church volvió a bufar y no se movió.
—Fuera he dicho. —Louis agarró lo primero que le vino a mano del montón de
juguetes de Gage: una locomotora de plástico rojo que a aquella luz débil tenía el
color escarlata de la sangre coagulada, y amenazó con ella al animal. Church no sólo
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