Page 192 - Cementerio de animales
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               Sin duda se equivoca quien piense que existe un límite para el horror que puede
           experimentar la mente humana. Por el contrario, parece ser que, según van cerrándose

           las tinieblas, empieza a actuar una especie de multiplicador que, por poco que nos
           agrade admitirlo, la experiencia demuestra de múltiples maneras que, cuando arrecia
           la pesadilla, el horror engendra horror, que una desgracia fortuita acarrea otras, acaso

           provocadas,  hasta  que  el  horror  lo  llena  todo.  Y  tal  vez  la  incógnita  más
           estremecedora  sea  cuánto  horror  puede  soportar  la  mente  humana  sin  perder  la

           facultad  de  lúcido  raciocinio.  Por  supuesto,  estas  situaciones  suelen  tener  un
           componente  absurdo.  Y,  a  partir  de  un  punto  determinado,  todo  puede  empezar  a
           resultar incluso humorístico. Tal vez sea éste el punto en el que la razón empieza a
           imponerse  o,  por  el  contrario,  a  resquebrajarse;  el  punto  en  el  que  interviene  el

           sentido del humor de cada cual.
               Louis Creed hubiera podido entenderlo así si aquel diecisiete de mayo, después

           del funeral de su hijo, Gage William Creed, hubiera sido capaz de razonar; pero Louis
           dejó de pensar racionalmente —e incluso de intentarlo— en la sala de la funeraria,
           después de una pelea a puñetazo limpio que acabó con la frágil serenidad de Rachel.
           Los horrores del día no terminaron hasta que ella fue sacada, gritando, de la capilla de

           la funeraria, donde Gage estaba de cuerpo presente, en su ataúd cerrado, y Surrendra
           Hardu le puso una inyección calmante.

               La ironía del caso es que ella no hubiera tenido que presenciar el episodio, aquella
           apoteosis de historieta de horror, si la pelea entre Louis Creed y Mr. Irwin Goldman
           de Dearborn se hubiera producido durante las horas de visita de la mañana (de 10 a
           13.30)  en  lugar  de  por  la  tarde  (de  14  a  15.30).  Rachel  no  fue  a  la  capilla  por  la

           mañana; sencillamente, no podía. Se quedó en casa, acompañada de Jud Crandall y
           de  Steve  Masterton.  Louis  no  tenía  ni  idea  de  cómo  hubiera  podido  resistir  las

           cuarenta y ocho precedentes de no ser por Jud y Steve.
               Fue una suerte para Louis —una suerte para los tres miembros de la familia que
           quedaban—  que  Steve  hubiera  acudido  con  tanta  prontitud,  ya  que  Louis,

           momentáneamente  al  menos,  quedó  incapacitado  para  tomar  cualquier  decisión,
           incluso, la más simple, como era poner una inyección a su mujer para mitigar su vivo
           dolor. Louis ni se dio cuenta de que, al parecer, Rachel pretendía ir al velatorio con la

           bata de casa, y mal abrochada. Tenía la cara demacrada y el pelo enmarañado, y sus
           oscuros ojos, dilatados e inexpresivos en sus cuencas hundidas, parecían los de una
           calavera  viviente.  Aquella  mañana,  sentada  a  la  mesa  del  desayuno,  mientras

           mordisqueaba una tostada sin untar, decía frases incoherentes. En un momento dijo
           de pronto: «A propósito del remolque que piensas comprar, Lou…» Lou no había
           vuelto a hablar de comprar el remolque desde 1981.



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