Page 195 - Cementerio de animales
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que el juego había terminado, que los padres no chillan así cuando están jugando, y
trató de frenar la carrera, pero entonces el ruido del camión estaba muy cerca, era un
ruido que llenaba el mundo. Como un trueno. Louis se lanzó hacia adelante, tratando
de placar al niño, y su sombra se arrastró paralela al cuerpo, como la sombra de la
cometa se arrastraba por el campo de Mrs. Vinton cubierto por la hierba seca de
finales de invierno, y él creía (pero no estaba seguro) que había rozado con la yema
de los dedos la tela de la fina chaqueta de Gage, pero entonces la inercia arrastró a
Gage hacia la carretera, y el camión era como un trueno, el camión era destellos de
sol en metal cromado, el camión era el alarido grave de una bocina de aire
comprimido, y todo eso fue el sábado, y hacía tres días.
—Estoy bien —dijo a Steve—. Ahora tengo que marcharme.
—Si consiguieras reunir las fuerzas suficientes como para prestarles apoyo, eso
sería también un bien para ti —dijo Steve enjugándose las lágrimas con la manga de
la americana—. Tenéis que afrontarlo los tres juntos, Louis. Es la única forma. Es lo
único que uno puede decir.
—Está bien —convino Louis, y dentro de su cabeza todo volvía a empezar, sólo
que esta vez él saltaba medio metro más a la derecha y conseguía agarrarlo y no
ocurría nada más.
Ellie se perdió el espectáculo de la capilla de la funeraria Brookins-Smith, pero
Rachel, no. Cuando aquello ocurría, Ellie empujaba su ficha del Monopoly por el
tablero al tuntún —y en silencio— sentada frente a Jud Crandall. Con una mano
tiraba los dados y con la otra sujetaba fuertemente la fotografía en la que ella paseaba
a Gage en el trineo.
Steve Masterton estimó que Rachel podía estar en el velatorio por la tarde,
decisión que, a la vista de los acontecimientos posteriores, tuvo que lamentar.
Los Goldman habían llegado de Chicago en avión aquella mañana y se
hospedaban en el Holiday Inn de Odlin Road. Antes del mediodía, el padre había
llamado por teléfono cuatro veces, y Steve había tenido que mostrarse cada vez más
firme, a la cuarta, casi amenazador. Irwin Goldman estaba decidido a ver a su hija y
ni todos los perros del infierno le impedirían acudir a su lado en sus momentos de
dolor, dijo. Steve respondió que Rachel necesitaba sosiego, para recuperarse del
trauma antes de ir a la capilla; que él no sabía lo que harían los perros del infierno,
pero que, desde luego, aquel médico ayudante sueco-americano no tenía la menor
intención de dejar entrar a nadie en casa de los Creed hasta que Rachel apareciera en
público por voluntad propia. Después del velatorio de la tarde, añadió Steve, estaría
encantado de que el consuelo familiar entrara en funciones. Hasta entonces, tenían
que dejarla en paz.
El padre juró en yiddish y colgó el auricular. Steve se mantuvo al acecho, por si
aparecía el hombre; pero, evidentemente, Goldman había decidido esperar. A
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