Page 193 - Cementerio de animales
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Louis se limitó a mover la cabeza y siguió tomando su desayuno, un tazón de
cereal al cacao, el predilecto de Gage. Le revolvía el estómago, pero pensaba
tomárselo todo. Louis iba muy acicalado, con su mejor traje —no era negro; él no
tenía traje negro, sino gris antracita, algo es algo—, afeitado, duchado y peinado.
Tenía un aspecto magnífico, y estaba traumatizado.
Ellie llevaba sus tejanos azules y una blusa amarilla. Acudió a desayunar con una
foto en la mano. No consentía en separarse de ella. Era una ampliación de una
instantánea que Rachel había tomado con la Polaroid que Louis y los niños le
regalaron en su último cumpleaños, y en ella se veía a Gage, sonriendo desde las
profundidades de la capucha del anorak y sentado en el trineo de Ellie, y a su
hermana tirando de él. Rachel captó a Ellie sonriendo a Gage por encima del hombro
mientras él parecía estar gritando de júbilo.
Ellie iba a todas partes con la foto, pero apenas hablaba. Era como si la muerte de
su hermano, ocurrida en la carretera, delante de la casa, le hubiera hecho olvidar casi
todo su vocabulario.
Louis era incapaz de darse cuenta del estado de su mujer y de su hija. Mientras
comía el cereal, su mente repasaba el accidente una y otra vez; pero en su película
personal el desenlace era diferente. En su película él era más rápido, y lo único que
ocurría era que Gage se llevaba una zurra por no haberse parado cuando ellos le
gritaron.
En realidad, fue Steve quien reparó en el estado de Rachel y de Ellie. Prohibió a
Rachel asistir al velatorio de la mañana (por más que era bien poco lo que quedaba
por velar; si el ataúd estuviera abierto, todos saldrían corriendo, entre ellos el propio
Louis) y dispuso que Ellie se quedara en casa todo el día. Rachel protestó. Ellie se
quedó sentada, sin decir nada, con la fotografía en la mano.
Fue Steve quien puso a Rachel la inyección que necesitaba y dio a Ellie una
cucharada de un jarabe transparente. Ellie, que normalmente protestaba a gritos cada
vez que tenía que tomar una medicina, fuese lo que fuese, esta vez se la tragó en
silencio y sin una mueca. A las diez de la mañana, la niña dormía en su cama (con la
fotografía de Gage todavía en la mano) y Rachel estaba sentada delante del televisor
mirando «La rueda de la fortuna». Sus respuestas a las preguntas de Steve eran lentas.
Estaba aturdida, pero en su rostro no había ya aquella expresión demente que tanto
preocupara —y asustara— al joven médico cuando llegó a casa a las ocho y cuarto de
la mañana.
Naturalmente, Jud se encargó de todos los trámites. Los realizó con la serena
eficacia que desplegara tres meses antes con motivo de la muerte de su esposa. Pero
fue Steve Masterton el que se llevó aparte a Louis antes de que éste saliera hacia la
capilla.
—Yo la llevaré esta tarde, si está en condiciones —dijo Steve.
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