Page 200 - Cementerio de animales
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Detrás de los Dandridge fueron desfilando todos, lentamente, arrastrando los pies,
y Louis recibió sus apretones de manos, sus abrazos, sus lágrimas. El cuello y el
hombro de su americana gris oscuro le quedaron húmedos. El olor de las flores
llegaba ya a la puerta de la capilla: olor a funeral. Era un olor que Louis recordaba de
su niñez: olor empalagoso de flores mortuorias. Louis tuvo que oír treinta y dos veces
—llevaba la cuenta— que «menos mal que Gage no había sufrido»; que «los
designios de Dios son inescrutables», veinticinco y que «ahora está con los ángeles»,
doce.
Empezó a afectarle. Aquellos aforismos, en lugar de perder el poco significado
que pudieran tener (como el propio nombre llega a perder sentido e identidad si se
repite muchas veces), parecían clavársele más y más a cada acometida, avanzando
hacia los puntos vitales. Cuando, inevitablemente, llegaron los suegros, Louis
empezaba a sentirse como un boxeador muy castigado.
Lo primero que pensó fue que Rachel tenía razón, toda la razón. Irwin Goldman
había envejecido. ¿Cuántos años tenía? ¿Cincuenta y ocho? ¿Cincuenta y nueve? Hoy
aparentaba setenta, con su pétreo hieratismo. Se parecía casi de un modo absurdo al
ex primer ministro de Israel, Menahem Begin, con su calva y sus gruesos lentes.
Rachel, al regresar de su viaje, ya le dijo que su padre estaba más viejo, pero Louis
no esperaba aquello. Claro que tal vez entonces no estuviera tan mal. Y es que en la
época de Acción de Gracias el viejo aún no había perdido a uno de sus dos nietos.
A su lado iba Dory, con la cara oculta bajo dos o tal vez tres capas de crespón
negro. Su pelo tenía ese tinte azulado del que tan partidarias se muestran las ancianas
americanas de las clases altas. Se apoyaba en el brazo de su marido. Lo único que
Louis distinguía a través de los velos era el brillo de las lágrimas.
De pronto, Louis pensó que ya era hora de hacer las paces. Ya no podía seguir
guardándoles rencor. No se sentía con fuerzas. Quizá fuera por efecto del peso
acumulado de tantas frases hechas.
—Irwin, Dory —murmuró—. Gracias por haber venido.
Hizo un amplio ademán con los brazos, como para estrechar la mano del padre y
abrazar a la madre simultáneamente, o tal vez abrazarlos a los dos. Lo cierto es que
empezaba a sentir lágrimas en los ojos por primera vez y, durante un instante, tuvo la
disparatada ocurrencia de que podían reconciliarse, de que Gage, con su muerte,
podía hacer eso por ellos, como en las novelas para señoras románticas, en las que la
muerte ponía la paz en las familias, creando algo más constructivo que este dolor
inmenso, estéril y demoledor que no cesaba.
Dory inició un movimiento, como si fuera a extender los brazos a su vez. Dijo
algo —«Oh, Louis…» y unos sonidos que se le ahogaron en la garganta—, pero
Goldman la atajó tirando de ella hacia atrás. Durante un momento, los tres se
quedaron quietos como en un cuadro que nadie observó más que ellos (y quizá el
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