Page 205 - Cementerio de animales
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—¿Tú le "dijiste" eso? —repetía—. ¿Eso le dijiste?
               —¡Ojalá  te  pudras  en  el  infierno!  —exclamó  Goldman,  y  las  cabezas  de  los
           presentes se volvieron rápidamente hacia la voz. Los ojos pardos y sanguinolentos de

           Irwin Goldman estaban húmedos de lágrimas y la calva tenía un tono rosa encendido
           bajo los fluorescentes amortiguados por difusores—. Tú convertiste a mi pobre hija
           en una fregona… arruinaste su vida… te la llevaste… y ahora has consentido que mi

           nieto  muriera  aplastado  en  la  carretera.  —Su  voz  subió  de  tono  hasta  hacerse  un
           chillido  furioso—.  Di,  ¿dónde  estabas  tú  mientras  el  niño  jugaba  en  medio  de  la
           carretera? ¿Pensando en tus estúpidos artículos de medicina? ¿Qué hacías, sabandija?

           ¡Cerdo asqueroso! ¡Infanticida! ¡In…!
               Allí  estaban,  en  la  capilla  ardiente  los  dos,  y  Louis  vio  que  el  brazo  se  le
           disparaba. Vio que la manga de la americana se le subía, dejando al descubierto el

           puño  de  su  camisa  blanca.  Vio  brillar  ligeramente  un  gemelo.  Rachel  le  regaló
           aquellos gemelos en su tercer aniversario de boda, sin saber que un día su marido se

           los pondría para asistir a las honras fúnebres por el hijo que aún no habían tenido. Su
           puño no era más que una cosa sujeta al extremo del brazo. Y conectó con la boca de
           Goldman. Louis sintió cómo los labios del viejo se aplastaban y se abrían. Sintió una
           viva repulsión, como si hubiera apretado una babosa con la mano. En realidad, el

           puñetazo no significó el menor desahogo para él. Detrás de la carne de los labios de
           su suegro sintió la pétrea dentadura postiza.

               Goldman  se  tambaleó  hacia  atrás  y  golpeó  con  el  brazo  el  ataúd  de  Gage  que
           quedó torcido. Uno de los floreros se volcó con gran estrépito. Alguien gritó.
               Era Rachel, que estaba forcejeando para desasirse de su madre. Los presentes —
           unas  diez  o  quince  personas  en  total—  estaban  paralizados  por  el  susto  y  la

           vergüenza. Steve había acompañado a Jud, a Ludlow, y Louis, vagamente, se alegró
           de ello. Mejor que Jud no hubiera presenciado la escena. Era denigrante.

               —¡No le pegues! —gritó Rachel—. ¡Louis, no pegues a mi padre!
               —¿Te gusta pegar a los viejos? —preguntó con voz chillona Irwin Goldman, el
           del talonario exuberante. Sonreía con la boca ensangrentada—. ¿Disfrutas con ello?
           En un canalla repugnante como tú no me sorprende. ¡Qué va a sorprenderme!

               Louis  se  volvió  hacia  él  y  Goldman  le  golpeó  en  el  cuello.  Fue  un  golpe
           desmañado,  torcido  como  un  hachazo,  pero  le  pilló  desprevenido.  Sintió  en  la

           garganta  una  explosión  de  dolor  que  casi  le  impidió  tragar  durante  las  dos  horas
           siguientes. Se le dobló el cuello hacia atrás y cayó en el pasillo sobre una rodilla.
               «Antes las flores y ahora yo», pensó. Le pareció que sentía deseos de echarse a

           reír, pero no había risa en él. Lo que le salió de la garganta fue un leve gemido.
               Rachel volvió a gritar.
               Irwin Goldman, sangrando por la boca, cruzó en dos zancadas hacia el lugar del

           pasillo en donde su yerno había quedado de rodillas y le descargó un puntapié en los




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