Page 207 - Cementerio de animales
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Rachel gritaba y gritaba.
               Louis  no  podía  reaccionar  a  sus  gritos.  La  imagen  de  Gage  con  las  orejas  de
           Mickey Mouse se borraba, pero, antes de que se esfumara del todo, Louis oyó una

           voz que anunciaba que aquella noche habría fuegos artificiales. Se quedó sentado,
           con  la  cara  entre  las  manos,  deseando  que  nadie  le  viera,  que  nadie  viera  sus
           lágrimas, su pena, su remordimiento, su vergüenza y, sobre todo, aquel cobarde deseo

           de morir para escapar de aquella angustia.
               El  director  de  la  funeraria  y  Dory  Goldman  se  llevaron  a  Rachel,  que  seguía
           gritando. Después, en otra sala (que, según supuso Louis, estaba reservada para los

           que  no  podían  dominar  el  dolor:  algo  así  como  un  «Salón  del  Histerismo»),
           enmudeció  por  completo.  Fue  el  propio  Louis,  aún  aturdido  pero  ya  más  sereno,
           quien le administró el calmante, después de hacer salir a todo el mundo.




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               Cuando llegaron a casa, él la acompañó al dormitorio y le puso otra inyección.
           Luego, la tapó con la manta y se quedó mirando su cara pálida y desencajada.
               —Rachel, lo lamento —dijo—. Daría todo lo que tengo para hacer que esto no

           hubiera ocurrido.
               —Está bien —dijo ella con una voz extraña y átona y se puso de lado, dándole la
           espalda.

               Él sintió que le asomaba a los labios la consabida pregunta: «¿Estás bien?», pero
           la rechazó. En realidad, no era una pregunta; no era eso lo que él deseaba saber.
               —¿Estás muy mal? —preguntó al fin.

               —Bastante mal, Louis —dijo ella, y lanzó un sonido que quería ser una risa—. En
           realidad estoy jodida.
               Parecía  faltar  algo,  pero  Louis  no  podía  aportarlo.  De  pronto,  sintió  irritación

           hacia ella, hacia Steve Masterton, hacia Missy Dandridge y su marido, el de la nuez
           puntiaguda, y hacia toda la condenada pandilla. ¿Por qué tenía él que ser siempre el

           ángel tutelar? ¡A la mierda!
               Apagó la luz y salió de la habitación. Luego, descubrió que tampoco a su hija
           podía darle mucho más.
               Durante un momento de perplejidad, en la habitación casi a oscuras, la tomó por

           Gage. —Le asaltó la idea de que todo había sido una horrible pesadilla, como aquel
           sueño en el que Pascow le llevó al bosque, y su mente fatigada se aferró a ella. Las

           sombras contribuían a crear la ilusión—. Sólo había en la habitación el reflejo del
           televisor portátil que había traído Jud para distraerla durante las largas, largas horas.
               Pero no era Gage, claro; era Ellie, que ahora no sólo apretaba en la mano la foto
           de ella y Gage en el trineo, sino que se había sentado en el silloncito de Gage que




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