Page 207 - Cementerio de animales
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Rachel gritaba y gritaba.
Louis no podía reaccionar a sus gritos. La imagen de Gage con las orejas de
Mickey Mouse se borraba, pero, antes de que se esfumara del todo, Louis oyó una
voz que anunciaba que aquella noche habría fuegos artificiales. Se quedó sentado,
con la cara entre las manos, deseando que nadie le viera, que nadie viera sus
lágrimas, su pena, su remordimiento, su vergüenza y, sobre todo, aquel cobarde deseo
de morir para escapar de aquella angustia.
El director de la funeraria y Dory Goldman se llevaron a Rachel, que seguía
gritando. Después, en otra sala (que, según supuso Louis, estaba reservada para los
que no podían dominar el dolor: algo así como un «Salón del Histerismo»),
enmudeció por completo. Fue el propio Louis, aún aturdido pero ya más sereno,
quien le administró el calmante, después de hacer salir a todo el mundo.
* * *
Cuando llegaron a casa, él la acompañó al dormitorio y le puso otra inyección.
Luego, la tapó con la manta y se quedó mirando su cara pálida y desencajada.
—Rachel, lo lamento —dijo—. Daría todo lo que tengo para hacer que esto no
hubiera ocurrido.
—Está bien —dijo ella con una voz extraña y átona y se puso de lado, dándole la
espalda.
Él sintió que le asomaba a los labios la consabida pregunta: «¿Estás bien?», pero
la rechazó. En realidad, no era una pregunta; no era eso lo que él deseaba saber.
—¿Estás muy mal? —preguntó al fin.
—Bastante mal, Louis —dijo ella, y lanzó un sonido que quería ser una risa—. En
realidad estoy jodida.
Parecía faltar algo, pero Louis no podía aportarlo. De pronto, sintió irritación
hacia ella, hacia Steve Masterton, hacia Missy Dandridge y su marido, el de la nuez
puntiaguda, y hacia toda la condenada pandilla. ¿Por qué tenía él que ser siempre el
ángel tutelar? ¡A la mierda!
Apagó la luz y salió de la habitación. Luego, descubrió que tampoco a su hija
podía darle mucho más.
Durante un momento de perplejidad, en la habitación casi a oscuras, la tomó por
Gage. —Le asaltó la idea de que todo había sido una horrible pesadilla, como aquel
sueño en el que Pascow le llevó al bosque, y su mente fatigada se aferró a ella. Las
sombras contribuían a crear la ilusión—. Sólo había en la habitación el reflejo del
televisor portátil que había traído Jud para distraerla durante las largas, largas horas.
Pero no era Gage, claro; era Ellie, que ahora no sólo apretaba en la mano la foto
de ella y Gage en el trineo, sino que se había sentado en el silloncito de Gage que
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