Page 206 - Cementerio de animales
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riñones. El dolor fue como el de un latigazo. Louis apoyó las manos en la alfombra
para no caer de bruces.
—¡Y ni con los viejos puedes, gallina! —gritó Goldman roncamente. Volvió a
golpear a Louis con su zapato negro de viaje. Esta vez no le dio en el riñón sino en la
parte alta de la nalga izquierda. Louis gruñó de dolor y ahora sí cayó, golpeándose la
barbilla contra el suelo y mordiéndose la lengua—. ¡Toma! —gritó Goldman—, la
patada en el culo que debí darte la primera vez que apareciste husmeando por mi
casa, ¡cerdo! —Volvió a golpear, ahora en la otra nalga. Lloraba y reía. Louis advirtió
ahora que Goldman iba sin afeitar: señal de luto. El director de la funeraria corría
hacia ellos. Rachel se había zafado de los brazos de Mrs. Goldman y también corría,
gritando.
Louis giró desgarbadamente y se sentó. Su suegro había vuelto a levantar la
pierna y Louis le asió el zapato con las dos manos —el cuero, hizo un ruido seco,
como el de un balón bien blocado— y lo lanzó con todas sus fuerzas.
Goldman, con un alarido, salió disparado hacia atrás, haciendo girar los brazos
para recobrar el equilibrio, y fue a caer sobre el ataúd modelo Eternal Rest de Gage,
fabricado en la ciudad de Storyville, Ohio, y que había costado muy caro.
«Oz el Ggande y Teggible acaba de caer encima del ataúd de mi hijo», pensó
Louis, atontado. El féretro se vino abajo con estrépito. Primero se cayó el caballete de
la izquierda y después, el de la derecha. Saltó la cerradura. A pesar de los gritos y los
llantos, a pesar de los aullidos de Goldman que, al fin y al cabo, no era más que un
niño viejo que jugaba a buscar un culpable para desahogarse, Louis oyó el chasquido
de la cerradura al saltar.
El ataúd no llegó a abrirse, desparramando los maltrechos restos de Gage para
que todos pudieran contemplarlos, pero Louis comprendió que aquello había estado a
punto de ocurrir. No fue así gracias a que el ataúd cayó plano y no de lado. No
obstante, durante la fracción de segundo en que la tapa estuvo abierta, Louis divisó
una mancha gris: el traje que compraron para envolver el cuerpo de Gage. Y una
cosita rosa. La mano de Gage.
Sentado en el suelo, Louis ocultó la cara entre las manos y se echó a llorar. Ya no
le importaba su suegro, ni los misiles MX, ni las suturas permanentes o solubles, ni el
calentamiento atmosférico. En aquel momento, Louis Creed quería morir. Y, de
pronto, apareció ante sus ojos una escena extraña: Gage, con unas orejas de Mickey
Mouse, riendo y dando la mano a un gran Goofy en la avenida principal de Disney
World. Lo vio con perfecta claridad.
Uno de los caballetes estaba en el suelo y el otro había quedado apoyado en el
estrado desde el que los ministros pronunciaban la oración fúnebre. Tumbado sobre
las flores, y llorando también, estaba Goldman. Goteaba el agua de los floreros. Las
flores, algunas aplastadas, exhalaban su agobiante olor con más fuerza todavía.
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