Page 201 - Cementerio de animales
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director de la funeraria que se mantenía disimuladamente en un ángulo de la capilla:
           Louis pensó que el tío Carl lo habría observado), Louis, con los brazos entreabiertos
           y los Goldman, rígidos como una pareja de muñecos en una tarta nupcial.

               Louis vio que los ojos de su suegro estaban secos y tenían una mirada adusta y
           hostil («¿Piensas que maté a Gage para fastidiarte?», le preguntó Louis mentalmente).
           Aquellos ojos parecían ver en él al mismo sujeto insignificante que raptó a su hija y

           que  ahora  le  había  ocasionado  este  sufrimiento…  Luego,  despectivamente,  se
           volvieron hacia la izquierda —hacia el ataúd de Gage— y su expresión se suavizó.
               A pesar de todo, Louis hizo una última tentativa.

               —Irwin —dijo—, Dory. Creo que en estos momentos deberíamos estar unidos.
               —Louis  —dijo  Dory  otra  vez,  y  amablemente,  según  pensó  Louis;  pero  ya  se
           alejaban:  probablemente,  Irwin  iba  tirando  de  su  mujer  sin  mirar  a  derecha  ni

           izquierda  y,  desde  luego,  sin  mirar  a  Louis  Creed.  Se  situaron  frente  al  ataúd  y
           Goldman sacó un bonete negro del bolsillo de la americana.

               «No habéis firmado en el libro», pensó Louis, y le subió a la boca un eructo sordo
           y tan amargo que la cara se le contrajo en una mueca.




                                                            * * *


               Por fin acabó el velatorio matinal. Louis llamó a su casa. Jud contestó al teléfono
           y le preguntó cómo había ido.

               Muy bien, respondió a Louis. Pidió a Jud que llamara a Steve.
               —Si es capaz de vestirse, esta tarde la dejaré ir —dijo Steve—. ¿Te parece bien?
               —Sí —dijo Louis.

               —¿Y tú cómo estás, Louis? Sin pamplinas, ¿cómo estás?
               —Bien —dijo Louis lacónicamente. Resistiendo—. «Les he hecho firmar en el
           libro. Y han firmado todos menos Dory e Irwin, que no han querido.»

               —Está  bien  —dijo  Steve—.  Oye,  ¿quieres  que  nos  reunamos  contigo  para
           almorzar?

               Almorzar. Reunirse para almorzar. Parecía una idea tan fuera de lugar, que Louis
           recordó  las  novelas  de  ciencia-ficción  que  solía  leer  de  adolescente  —novelas  de
           Robert  A.  Heinlein,  Murray  Leinster,  Gordon  R.  Dickson.  «Teniente  Abelson,  los
           habitantes del planeta Cuarco tienen una extraña costumbre cuando se les muere un

           hijo: se reúnen para almorzar. Ya sé que parece grotesco y bárbaro, pero recuerde que
           este planeta todavía no ha sido colonizado por la Tierra.»

               —Claro que sí —dijo Louis—. ¿Qué restaurante recomiendas para un descanso
           entre dos sesiones de velatorio?
               —Calma, Louis —dijo Steve, pero no parecía molesto. En aquel estado de callada
           desesperación, Louis advirtió que podía ver en el interior de la gente con más claridad




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