Page 204 - Cementerio de animales
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               —Sabía que tenía que ocurrir algo así —dijo Irwin Goldman. Y de este modo
           empezó el incidente—. He estado esperándolo desde que se casó contigo. «No vas a

           tener más que disgustos», le dije. Y ahora mira esto. Mira este… desastre.
               Louis se volvió lentamente hacia su suegro que había aparecido de improviso,
           como un tentetieso con bonete; luego, instintivamente, buscó con la mirada a Rachel,

           que tenía que estar al lado de la mesa del álbum —por la tarde le tocaba a ella—, pero
           había desaparecido.

               El  velatorio  estuvo  menos  concurrido  por  la  tarde  y,  al  cabo  de  una  hora
           aproximadamente, Louis bajó por el pasillo y se sentó en la primera fila de sillas, sin
           darse cuenta de lo que ocurría alrededor (notaba, sí, vagamente, el hedor persistente
           de las flores). Sólo sabía que estaba muy cansado y que tenía sueño. Probablemente,

           la cerveza era responsable sólo en parte. Por fin su cabeza se aprestaba a echar el
           cierre. Probablemente, era buena señal. Tal vez después de doce o dieciséis horas de

           sueño, fuera capaz de consolar un poco a Rachel.
               Al poco rato, fue inclinando la cabeza y se quedó mirando sus manos, flojamente
           entrelazadas  entre  las  rodillas.  El  murmullo  de  voces  que  se  oía  detrás  resultaba
           sedante. Fue un alivio ver, al volver del almuerzo, que Irwin y Dory ya no estaban.

           Pero, por lo visto, era mucho pedir que se hubieran ido para no volver.
               —¿Y Rachel? —preguntó Louis.

               —Con su madre. Donde debe estar. —Goldman hablaba en el tono triunfal del
           hombre que acababa de hacer un gran negocio. El aliento le olía a whisky. A mucho
           whisky.  Miraba  a  Louis  como  un  mezquino  fiscal  de  distrito  a  un  reo  convicto  y
           confeso. Se tambaleaba un poco.

               —¿Qué le has dicho? —preguntó Louis, sintiendo un principio de indignación.
           Sabía que Goldman habría dicho algo. Lo tenía escrito en la cara.

               —Sólo la verdad. Le he dicho: Esto te pasa por haberte casado contra la voluntad
           de tus padres. Le he dicho…
               —¿Eso le has dicho? —preguntó Louis con incredulidad—. No es posible. ¿De

           verdad le has dicho eso?
               —Eso  y  algunas  cosas  más  —repuso  Irwin  Goldman—.  Siempre  supe  que
           ocurriría una cosa así. La primera vez que te vi me di cuenta de la clase de hombre

           que eres. —Se inclinó hacia adelante, exhalando vapores de whisky—. A mí no me
           engañaste, medicucho presuntuoso. Tú arrastraste a mi hija a un matrimonio estúpido
           y disparatado, luego hiciste de ella una fregona y, por último, ahora has dejado que tu

           hijo fuera atropellado en la carretera como…, como un perro vagabundo.
               Louis se perdió la mayor parte de la parrafada. Aún no acababa de creer que aquel
           imbécil hubiera sido capaz de…



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