Page 28 - Cementerio de animales
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               Aquel  sábado,  cuando  Ellie  había  terminado  su  primera  semana  de  colegio  y
           estaba a punto de empezar el curso de la universidad, Jud Crandall cruzó la carretera

           y se acercó a la familia Creed que estaba sentada en el jardín. Ellie acababa de bajar
           de la bicicleta y bebía un vaso de té helado. Gage gateaba por la hierba, examinando
           insectos y tal vez comiéndose alguno que otro. Gage no era exigente en la selección

           de sus fuentes de proteínas.
               —Hola, Jud —dijo Louis poniéndose en pie—. Te traeré una silla.

               —No hace falta. —Jud llevaba jeans, camisa de algodón a cuadros y unas botas
           verdes. Mirando a Ellie, dijo—: ¿Aún quieres saber adonde lleva ese camino, Ellie?
               —¡Sí! —dijo la niña, levantándose de un salto, con los ojos brillantes—. George
           Buck me dijo en la escuela que iba al cementerio de las mascotas y yo se lo conté a

           mamá, pero ella dice que será mejor que me lleves tú, porque sabes dónde es.
               —Y tiene razón —dijo Jud—. Si no tenéis inconveniente, nos iremos dando un

           paseo. Pero debes ponerte botas. Hay bastante barro en ese camino.
               Ellie corrió hacia la casa.
               Jud la siguió con una mirada afectuosa y divertida.
               —¿Nos acompañas, Louis?

               —Encantado. —Louis miró a Rachel—. ¿Vienes tú, cariño?
               —¿Y Gage? Tengo entendido que hay que andar más de dos kilómetros.

               —Lo llevaré en la sillita-mochila.
               —De acuerdo —rió Rachel—. Pero la espalda es suya, jefe.




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               Salieron diez minutos después, todos calzados con botas, excepto Gage, que iba
           colgado  de  los  hombros  de  su  padre,  mirándolo  todo  con  ojos  redondos.  Ellie

           correteaba delante, persiguiendo mariposas y recogiendo flores.
               La hierba del prado estaba muy alta; les llegaba casi por la cintura, y había mucha
           vara de oro, ese heraldo de finales del verano que todos los años viene anunciando el

           otoño. Pero aquel día no se advertía en el aire ni asomo del otoño; el sol era todavía
           de  agosto,  a  pesar  de  que,  según  el  calendario,  llevaban  ya  casi  dos  semanas  de
           septiembre. Cuando llegaron a lo alto de la primera cuesta, andando a buen paso por

           el recortado sendero, Louis tenía manchas de sudor en la camisa, en la zona de las
           axilas.

               Jud  hizo  un  alto.  Al  principio,  Louis  pensó  que  el  viejo  se  había  quedado  sin
           aliento, pero luego reparó en el panorama que se ofrecía detrás.




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