Page 121 - El Misterio de Salem's Lot
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Matt rió.
—Me alegro mucho. Te esperaré en el despacho, si te parece.
—Espléndido. ¿Crees...?
—¿Señor Burke? —Era Jackie, la de los bíceps robustos—. Weasel se ha
desmayado en el aseo de hombres. ¿Cree usted...?
—¿Cómo? Por Dios, si, Vamos, Ben.
—Claro.
Los dos se levantaron y cruzaron el salón. El grupo había empezado a tocar de
nuevo, algo sobre cómo los chicos de Muskogee todavía respetaban al rector de la
universidad.
El baño olía a orina rancia y a cloro. Weasel estaba recostado contra la pared entre
dos sanitarios, y un tipo con uniforme del ejército hacía pis a unos cinco centímetros
de su oído derecho.
Weasel tenía la boca abierta, y a Ben le impresionó lo viejo que parecía, viejo y
devorado por fuerzas impersonales que nada sabían de ternura. No por primera vez,
pero sí en forma angustiosamente inesperada, le sacudió la realidad de su propia
disolución, que avanzaba día a día. La compasión que le subió a la garganta como las
transparentes y oscuras aguas de un pozo era tanto piedad de Weasel como de sí
mismo.
—Oye —dijo Matt—, ¿puedes sostenerle con un brazo cuando este caballero
termine?
—Sí —asintió Ben, y miró al hombre uniformado que se sacudía sin prisa alguna
—. ¡Venga muchacho! —¿Por qué? A él nadie le persigue. Sin embargo, se subió la
cremallera y se apartó para dejarles pasar. Ben pasó un brazo por detrás de la espalda
de Weasel, le tomó por la axila y lo levantó.
Durante un momento, mientras sus nalgas hacían presión contra la pared de
azulejos, sintió las vibraciones de los instrumentos musicales. Weasel se elevó con la
floja pesadez de una saca de correos, en la inconsciencia más total. Matt situó la
cabeza bajo el otro brazo de Weasel, le rodeó la cintura con el brazo, y entre los dos
le sacaron del aseo.
—Ahí va Weasel —comentó alguien, y se oyeron risas. —Dell tendría que
limitarle la bebida —comentó Matt, sin aliento—. Ya sabe en qué termina siempre
esto. Atravesaron el salón hasta llegar a los escalones de madera que conducían al
aparcamiento. —Cuidado —gruñó Ben—. No le dejes caer. Mientras bajaban por las
escaleras, los pies inertes de Weasel chocaban con los peldaños. —El Citroen... el que
está en la última hilera. Entre los dos lo llevaron hasta allí. La frescura del aire se
había vuelto cortante; por la mañana, las hojas de los árboles estarían teñidas de
sangre. Weasel había empezado a emitir un profundo ronquido, y la cabeza se le
sacudía débilmente.
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