Page 126 - El Misterio de Salem's Lot
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dos de sus hijos, Hal y Jack, los únicos de su progenie que seguían viviendo en la
           casa.
               Esa  mañana  temprano,  Mike  Ryerson  y  Royal  Snow  habían  cavado  la  tumba,

           disponiendo  el  césped  artificial  sobre  la  tierra  extraída.  Mike  había  encendido  la
           Llama  del  Recuerdo,  tal  como  habían  pedido  los  Glick.  Mike  recordaba  que  esa
           mañana había pensado que Royal no parecía el mismo. Generalmente, Royal era todo

           bromas y tonadas referentes al trabajo que hacían («Te envuelven en una gran sábana
           blanca y te entierran para oír crecer las plantas», solía cantar con desafinada voz de
           tenor), pero esa mañana se había mostrado excepcionalmente callado, sombrío casi.

           Resaca,  tal  vez,  pensó  Mike.  Snow  y  su  corpulento  amigo,  Peters,  habían  estado
           bebiendo en el bar de Dell la noche anterior.
               Hacía apenas cinco minutos que, al ver el coche fúnebre que se acercaba por la

           colina, todavía a un kilómetro y medio de distancia, Mike había abierto los portones
           de hierro, no sin echar una mirada a las alcayatas, como lo hacía siempre desde el día

           que encontrara a Doc colgado de ellas. Una vez abiertos los portones, volvió hacia la
           tumba recién abierta, donde esperaba el padre Donald Callahan, el sacerdote de la
           parroquia de Jerusalem's Lot. Llevaba una estola sobre los hombros, y en la mano
           sostenía un libro abierto por la página del servicio funerario para niños. Estaban en lo

           que se llamaba la tercera estación, recordó Mike. La primera era la casa del difunto;
           la segunda, la pequeña iglesia católica de St Andrew. La última, Harmony Hill. Todo

           el mundo fuera.
               Un  escalofrío  le  estremeció,  y  Mike  bajó  la  vista  hacia  el  reluciente  césped
           artificial,  preguntándose  por  qué  eso  tenía  que  ser  parte  de  todos  los  funerales.
           Parecía exactamente lo que era: una barata imitación de la vida, que enmascaraba

           discretamente los pesados terrones oscuros de la tierra final.
               Callahan era un hombre alto, de penetrantes ojos azules y cutis rubicundo, con el

           pelo gris acerado. A Ryerson, que no había vuelto a ir a la iglesia desde los dieciséis
           años, le parecía el mejor de los médicos brujos de la zona. John Groggins, el ministro
           metodista,  era  un  vejestorio  hipócrita,  y  Patterson,  de  la  Iglesia  de  los  Santos  y
           Seguidores  de  la  Cruz  del  Último  Día,  estaba  como  un  cencerro.  En  el  funeral

           celebrado por uno de los diáconos de la iglesia, hacía dos o tres años, Patterson había
           llegado al extremo de revolcarse por el suelo. En cambio, Callahan parecía bastante

           buena  persona,  para  ser  católico;  sus  funerales  eran  serenos  y  consoladores,  e
           invariablemente cortos. Ryerson dudaba que las venitas rojas que le cubrían la nariz y
           las  mejillas  fueran  resultado  de  la  oración,  pero  si  Callahan  bebía  algún  que  otro

           trago, eso no era motivo para condenarle. Tal como estaba el mundo, lo asombroso
           era que todos esos sacerdotes no terminaran en un manicomio.
               —Gracias, Mike —dijo el padre Callahan, y miró hacia el cielo luminoso—. Éste

           va a ser difícil.




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