Page 130 - El Misterio de Salem's Lot
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Callahan le apoyó ambas manos en la cabeza.
               —Oremos  —repitió,  mientras  sentía  vibrar  contra  las  piernas  los  sollozos
           desgarradores de Glick.

               —Señor, consuela en su dolor a este hombre y a su esposa. Tú lavaste a este niño
           en las aguas del bautismo y le diste nueva vida. Que podamos un día unirnos con él
           para gozar para siempre de los goces del cielo. Te lo pedimos en el nombre de Jesús,

           amén.
               Al levantar la cabeza, vio que Marjorie Glick se había desmayado.



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               Cuando todos se fueron, Mike Ryerson volvió y se sentó al borde de la tumba a
           comerse su último bocadillo mientras esperaba a que regresara Royal Snow.

               El funeral había sido a las cuatro, y ahora eran casi las cinco. Las sombras se
           habían alargado y el sol se inclinaba tras los altos robles. Ese estúpido de Royal había
           prometido estar de vuelta a las cinco menos cuarto a más tardar; ¿dónde demonios
           estaría?

               El  bocadillo  era  de  salami  y  queso,  su  favorito.  Todos  los  bocadillos  que  se
           preparaban eran sus favoritos; ésa era una de las ventajas de estar soltero. Lo terminó

           y se sacudió las manos; algunas migas de pan cayeron sobre el ataúd.
               Alguien estaba observándolo.
               Lo  sintió  súbitamente,  con  total  certeza.  Recorrió  el  cementerio  con  ojos  muy

           abiertos.
               —Royal, ¿estás ahí, Royal?
               Nadie  respondió.  El  viento  .suspiraba  entre  los  árboles,  haciéndoles  emitir

           susurros misteriosos. A la sombra oscilante de los olmos que se alzaban del otro lado
           del muro, podía ver la lápida de Hubert Marsten, y de pronto se acordó del perro de
           Win, ensartado en los barrotes del portón de hierro.

               Ojos. Fijos e impasibles. Que observaban.
               Oscuridad, no me alcances aquí.
               Se puso en pie de un brinco, como si alguien hubiera hablado en voz alta.

               —Maldito seas, Royal —masculló.
               Ya no pensaba que Royal pudiera andar por allí, ni siquiera que volvería. Tendría
           que hacer el trabajo solo, y le llevaría muchísimo tiempo. Hasta que anocheciera, tal

           vez.
               Se puso a trabajar, sin tratar de comprender el terror que se había adueñado de él,
           sin  preguntarse  por  qué  ese  trabajo  que  jamás  le  había  intranquilizado  le  parecía

           ahora tan inquietante.




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