Page 133 - El Misterio de Salem's Lot
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amortajada por la tierra.
Empezó a rondarle por la cabeza la plegaria católica por los muertos, sin motivo
alguno. Se la había oído recitar a Callahan mientras estaba comiendo, junto al arroyo.
También había oído gritos desesperados del padre.
«Oremos por nuestro hermano a Nuestro Señor Jesucristo, que nos dijo... (Oh,
padre mío, favoréceme.)»
Se detuvo a mirar inexpresivamente dentro de la tumba. Era muy honda. Las
sombras del anochecer inminente se habían derramado ya en su interior, como algo
pegajoso y viviente. Todavía era profunda. Mike no podría llenarla antes de que
cayera la noche. Imposible.
«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá...
(Señor de las Moscas, favoréceme.)»
Sí, los ojos estaban abiertos. Por eso se sentía observado, vigilado. Carl no les
había puesto suficiente goma y los párpados se habían levantado como los visillos de
una ventana, y el chico de los Glick estaba mirándole. Sí, eso era. Tenía que hacer
algo.
«...y todo aquel que vive y cree en Mí, no morirá eternamente... (Aquí te traigo
carne descompuesta y carroña hedionda,)»
Sacar la tierra con la pala. Eso era. Sacar la tierra, romper la cerradura con la pala
y abrir el ataúd para cerrar esos ojos espantosamente fijos. Mike no tenía la goma que
usaban para eso, pero en el bolsillo llevaba dos monedas de veinticinco centavos. Eso
serviría. Plata. Sí, plata era lo que necesitaba el niño.
El sol ya pasaba sobre el techo de la casa de los Marsten, y apenas si rozaba los
abetos más altos y más viejos, al oeste del pueblo. Hasta con los postigos cerrados,
parecía que la casa estuviera mirándole.
«Tú que volviste al muerto a la vida, da a nuestro hermano Daniel la vida eterna.
(Por conseguir tu favor ofrecí el sacrificio. Con la mano izquierda te lo traigo.)»
De pronto, Mike Ryerson saltó dentro de la tumba y empezó a excavar
furiosamente, arrojando la tierra fuera en sombrías explosiones. Finalmente la pala
chocó con la madera, y Mike empezó a apartar los últimos restos de tierra y pronto se
encontró de rodillas sobre el ataúd, golpeando y volviendo a golpear el reborde de
bronce de la cerradura.
Por el arroyo, las ranas habían empezado a croar, un chotacabras cantaba en las
sombras y más cerca se elevaba la aguda llamada de un grupo de chovas.
Las siete menos diez.
¿Qué estoy haciendo?, se preguntó. En el nombre de Dios, ¿qué estoy haciendo?
Arrodillado sobre la tapa del féretro, trató de pensar... pero algo en el fondo de su
mente le instaba a darse prisa, a darse prisa porque el sol se iba...
Oscuridad, no me alcances aquí.
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