Page 134 - El Misterio de Salem's Lot
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Alzó la pala y una vez más la dejó caer sobre la cerradura. Se oyó un chasquido;
ya estaba rota.
Levantó la vista, en un último destello de cordura, con la cara sucia y surcada de
sudor y tierra, los ojos convertidos en desorbitados globos blancos.
Venus resplandecía en el escote del cielo.
Jadeante, salió de la tumba, se tendió cuan largo era y buscó las manijas de la tapa
del ataúd. Las encontró y tiró. La tapa giró sobre sus goznes, con un chirrido como
Mike lo había previsto, y al levantarse dejó ver primero el satén blanco, luego un
brazo cubierto con una manga oscura (a Danny Glick le habían enterrado con su traje
de primera comunión) y después... la cara.
A Mike se le congeló el aliento.
Los ojos estaban abiertos. Tal como él los había visto en su mente. Bien abiertos,
y nada vidriosos. A la última luz moribunda del día parecían resplandecer con una
vida horrorosa. Y esa cara no tenía la palidez de la muerte; las mejillas parecían
rebosar vitalidad.
Trató de apartar los ojos del destello escalofriante de aquella mirada de hielo, y
no pudo.
—Jesús... —murmuró.
El arco decreciente del sol se sumergió en el horizonte.
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Mark Petrie estaba trabajando en la construcción de un monstruo —un
Frankenstein— en su habitación, mientras escuchaba la conversación de sus padres
abajo, en la sala. Su cuarto estaba en el piso alto de la casa que habían comprado en
el sur de Jointner Avenue, y aunque ahora la casa se calentaba con una moderna
caldera de petróleo, las viejas bocas de calefacción del primer piso se conservaban.
Antes, cuando la calefacción de la casa consistía en una vieja cocina, las tuberías que
llevaban el aire caliente habían servido para impedir que el primer piso se enfriara
demasiado, pese a lo cual la mujer que desde 1873 a 1896 había vivido allí se llevaba
siempre a la cama un ladrillo caliente envuelto en franela. Ahora, las tuberías servían
para otros fines. Eran excelentes conductores del sonido.
Aunque sus padres estuvieran en la sala, lo mismo podrían haber estado hablando
de él al otro lado de la puerta.
Una vez en que su padre le había sorprendido escuchando a la puerta en su
anterior casa, cuando Mark sólo tenía seis años, le espetó un viejo proverbio: Ir por
lana y volver trasquilado. Eso quería decir, le había explicado el padre, que uno
puede oír que dicen de él algo que tal vez no sea precisamente de su agrado.
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