Page 138 - El Misterio de Salem's Lot
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¿Que si entendía la muerte? Desde luego. Era cuando los monstruos se adueñaban
           de uno.



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               Roy McDougall arrimó el coche a su remolque a las ocho y media y detuvo el
           motor  del  viejo  Ford.  El  tubo  de  escape  estaba  casi  desprendido,  las  luces

           intermitentes no funcionaban y el seguro le vencía el mes próximo. Vaya coche. Vaya
           vida. Dentro de la casa, el crío lloraba y Sandy le gritaba. Estupendo, el matrimonio.
               Bajó del coche y tropezó con una de las losas que desde el último verano estaba
           pensando en usar para hacer un camino desde los escalones del remolque a la entrada.

               —A la mierda —masculló, echando una mirada furibunda a las losas mientras se
           frotaba la espinilla.

               Estaba  muy  borracho.  Desde  que  saliera  del  trabajo,  a  las  tres,  había  estado
           bebiendo en el bar de Dell, con Hank Peters y Buddy Mayberry. A Hank le habían
           despedido hacía pocos días, y parecía decidido a beberse toda la indemnización. Roy
           sabía lo que Sandy pensaba de sus amigos. Bueno, pues que se fuera a la mierda.

           Reprocharle  a  un  hombre  que  se  tomara  unas  cervezas  el  sábado  y  el  domingo
           después de haberse deslomado toda la semana en la maldita tejeduría... y las horas

           extra del fin de semana, además. ¿Quién era ella para hacerse la santa? Si se pasaba
           todo el día sentada en la casa sin nada que hacer, a no ser charlar con el cartero y
           vigilar que el crío no se metiera gateando dentro del horno. Y de todas maneras, ni

           siquiera le había vigilado muy bien
               últimamente. El maldito mocoso se había caído de la mesa mientras 'lo mudaba.
               «¿Y tú dónde estabas?» «Yo le estaba sosteniendo, Roy. Pero es que se mueve

           tanto.»
               Se mueve. Sí.
               Todavía echando chispas, se acercó a la puerta. Le dolía la pierna que se había

           golpeado. Y no era de ella de quien podía esperar compasión. Vaya, ¿qué hacía ella
           mientras él sudaba la gota gorda con ese maldito capataz? Leer revistas del corazón y
           comer  bombones  de  fruta,  o  ver  la  televisión  y  comer  bombones,  o  charlar  por

           teléfono con sus amigas y comer bombones. Le estaban saliendo granos en el cuerpo
           y la cara. De un empujón, abrió la puerta y entró.
               La  escena  le  golpeó  como  un  mazazo,  atravesando  la  bruma  de  la  cerveza:  el

           bebé, desnudo y vociferante, sangraba por la nariz; Sandy lo tenía en brazos, y su
           blusa sin mangas estaba manchada de sangre, mientras miraba a Roy por encima del
           hombro de la criatura, contraído el rostro por la sorpresa y el miedo; el pañal estaba

           en el suelo.




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