Page 143 - El Misterio de Salem's Lot
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el  que  compró  la  casa  de  los  Marsten.  Bastante  simpático.  Tenía  un  acento
           centroeuropeo.»
               —¿No hay fantasmas en esa casa? —preguntó, cuando el otro no dio muestras de

           largarse.
               —¡Fantasmas!  —sonrió  el  viejo,  y  había  algo  inquietante  en  su  sonrisa.  Un
           tiburón podría sonreír así—. No; fantasmas no. —Al repetirla, enfatizó débilmente la

           palabra, como si en la casa pudiera haber algo mucho peor.
               —Bueno...  se  está  haciendo  tarde  y...  en  realidad,  es  hora  de  que  se  vaya,
           ¿señor...?

               —Es agradable hablar con usted —objetó el visitante y por primera vez volvió la
           cara hacia Dud y lo miró a los ojos. Ojos muy apartados, enrojecidos todavía por el
           sombrío  resplandor  del  fuego.  Aunque  fuera  mala  educación,  no  había  manera  de

           apartar la vista de ellos—. ¿No tiene inconveniente en que conversemos un poco más,
           no?

               —No, claro que no —respondió Dud, y su voz le sonó muy lejana.
               Aquellos  ojos  parecían  expandirse,  crecer,  como  oscuros  pozos  cercados  de
           fuego, pozos donde uno podía caerse y ahogarse.
               —Gracias. Dígame... esa joroba que tiene en la espalda, ¿no le resulta molesta

           para su trabajo?
               —No —contestó Dud, que seguía sintiéndose muy lejano. Que me cuelguen si no

           me está hipnotizando, pensó. Como aquel tipo de la feria de Topsham... ¿cómo se
           llamaba?  El  señor  Mefisto.  Le  dormía  a  uno  y  le  hacía  hacer  toda  clase  de  cosas
           graciosas, portarse como un pollo, o dar vueltas corriendo como un perro, o contar lo
           que pasó en la fiesta que celebraron cuando cumplió los seis años. Por Dios si reímos

           cuando hipnotizó al viejo Reggie Sawyer...
               —¿Tampoco le produce otro inconveniente?

               —No... bueno... —Fascinado, seguía mirando aquellos ojos.
               —Vamos,  dígalo  —le  instó  suavemente—.  ¿No  somos  amigos,  acaso?
           Cuéntemelo.
               —Bueno... las chicas... las chicas, ya sabe.

               —Naturalmente. —La voz era comprensiva—. Las chicas se ríen de usted, ¿no es
           eso? No tienen idea de su virilidad. Ni de su fuerza.

               —Exactamente —susurró Dud—. Se ríen. Ella se ríe.
               —¿Quién es ella?
               —Ruthie  Crockett.  Es...  es...  —La  idea  se  le  fue,  pero  no  importaba.  Nada

           importaba, salvo esa paz. Esa paz completa que sentía.
               —¿Es ella quien hace los chistes? ¿Y oculta las risitas con la mano? ¿Y da con el
           codo a sus amigas cuando usted pasa?

               —Sí...




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