Page 147 - El Misterio de Salem's Lot
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sacerdotes nuevos lo tenían: era la discriminación racial, el movimiento de liberación
           femenina, incluso el movimiento de liberación de los homosexuales; la pobreza, la
           insania,  la  ilegalidad.  A  él  le  hacían  sentir  incómodo.  Los  únicos  sacerdotes  con

           conciencia social con quienes se sentía cómodo eran los que se habían opuesto en
           actitud militante a la guerra de Vietnam. Ahora que su causa había pasado de moda,
           se sentaban a hablar de marchas y manifestaciones como los viejos matrimonios que

           evocan su luna de miel o sus primeros viajes en tren. Pero Callahan no pertenecía ni a
           los  sacerdotes  nuevos  ni  a  los  viejos;  se  encontraba  preso  en  el  papel  de  un
           tradicionalista que ya no puede creer en sus postulados básicos. Quería mandar una

           división del ejército de... ¿quién? Dios, el bien, el derecho, no eran más que nombres
           parala misma cosa..., la batalla contra el mal. Él quería problemas y batallas, nada de
           quedarse en la puerta de los supermercados repartiendo octavillas sobre el boicot a las

           lechugas o la huelga de las uvas. Quería ver el mal despojado del manto con que
           seducía a la gente, quería verlo inequívoco y conocer cada rasgo de su faz. Quería

           enfrentarse mano a mano con el mal, como Mohamed Alí con Joe Frazier, los Celtics
           con los Knicks, Jacob con el ángel. Quería que su lucha fuera pura, que no estuviera
           contaminada por la política que cabalgaba a lomos de todos los problemas sociales
           como un deforme gemelo siamés. Era lo que había deseado desde que pensó en ser

           sacerdote; era una llamada que había oído cuando tenía catorce años, cuando se sintió
           exaltado por la historia de san Esteban, el primer mártir cristiano, que había muerto

           lapidado y había visto a Cristo en el momento de morir. El cielo ofrecía un pálido
           atractivo comparado con el de luchar —de perecer tal vez— al servicio del Señor.
               Pero no había batallas. Apenas pequeñas escaramuzas de resultado indefinido. Y
           el mal no tenía solamente un rostro sino muchos, y todos esos rostros eran vanos y

           casi todos tenían el mentón pegajoso de baba. En realidad estaba llegando a la forzosa
           conclusión de que en el mundo no había nada que fuera el Mal, sino apenas el mal...

           En  momentos  así  sospechaba  que  Hitler  no  había  sido  más  que  un  burócrata
           acorralado, y que el propio Satán era un retrasado mental con un sentido del humor
           rudimentario, como el de los que encuentran divertidísimo darles a las gaviotas un
           petardo oculto en un trozo de pan.

               Las grandes batallas sociales, morales y espirituales de la época habían quedado
           reducidas a Sandy McDougall, que le aplastaba la nariz a su bebé, y cuando el chico

           creciera le daría de bofetadas a su propio hijo. «Oh mundo interminable, aleluya, viva
           la mantequilla de cacahuete. Santa María, llena eres de gracia, ayúdame a ganar esta
           carrera en la que se conoce el nombre del ganador incluso antes de correr.»

               Era  más  que  sórdido.  Era  escalofriante,  en  sus  consecuencias  para  cualquier
           definición  coherente  de  la  vida,  y  quizá  hasta  del  cielo.  ¿Qué  era  el  cielo?  ¿Una
           eternidad de loterías de parroquia, juegos en parques de atracciones, carreras por el

           centro de una ciudad en calles sin semáforos?




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