Page 149 - El Misterio de Salem's Lot
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MATT




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               El  martes,  al  final  de  la  tercera  hora,  Matt  fue  hacia  su  despacho,  donde  Ben
           Mears estaba esperándole.
               —Hola — le saludó — . Has sido puntual. Ben se levantó a estrecharle la mano.

               —Creo  que  es  la  maldición  de  la  familia.  Oye,  los  chicos  no  me  comerán,
           ¿verdad?
               —Claro que no —respondió Matt — . Vamos. Estaba un poco sorprendido. Ben

           se había puesto una chaqueta de deporte y unos gruesos pantalones grises. Zapatos
           buenos,  que  no  parecían  haber  sido  usados  durante  mucho  tiempo.  Matt  había
           invitado  a  sus  clases  a  otros  tipos  relacionados  con  la  actividad  literaria,  y

           normalmente aparecían vestidos de manera descuidada, o incluso espeluznante. Un
           año atrás había preguntado a una poetisa bastante conocida, que acababa de dar una
           conferencia en la Universidad de Maine, en Portland, si al día siguiente querría dar

           una  charla  sobre  poesía  en  una  de  sus  clases.  La  mujer  se  presentó  con  un  traje
           estrafalario  y  tacones  altos,  como  si  estuviera  diciendo:  «Miradme,  he  vencido  al
           sistema  en  su  propio  juego.  Soy  libre  como  el  viento.»  En  comparación,  la

           admiración de Matt por Ben subió un grado. Tras más de treinta años de enseñanza,
           creía que nadie derrotaba verdaderamente al sistema ni ganaba la partida, y que sólo
           los  idiotas  eran  capaces  de  creer  que  la  estaban  ganando.  —Bonito  edificio  —

           comentó  Ben,  mirando  alrededor  mientras  caminaban  por  el  vestíbulo—.  Muy
           diferente del instituto al que yo asistí. La mayoría de las ventanas parecían troneras.
           —Tu primer error —señaló Matt— es llamarlo edificio. Es una «planta». Las pizarras

           son «ayudas visuales». Y los chicos son «un cuerpo homogéneo de adolescentes en
           una experiencia de coeducación».

               —Qué suerte tienen.
               —Ya lo creo. ¿Tú fuiste a la universidad, Ben?
               —Lo  intenté.  Pero  todo  el  mundo  parecía  estar  corriendo  en  una  carrera
           enloquecida... Y uno también puede ponerse una meta y alcanzarla, y hacerse conocer

           y amar. Por eso mandé a paseo la universidad. Cuando empezó a venderse La bija de
           Conway, yo cargaba cajas de coca-cola en los camiones de reparto.

               —Cuéntaselo a los chicos, les interesará.
               —¿A  ti  te  gusta  enseñar?  —preguntó  Ben.  —Claro  que  sí.  Hace  tiempo  que
           habría  reventado  si  no  me  gustara.  Sonó  el  último  timbre,  llenando  de  ecos  los
           corredores,  vacíos  salvo  por  un  estudiante  retrasado  que  seguía  lentamente  la

           dirección de una flecha que anunciaba «Taller de carpintería». —¿Hay problema de



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