Page 146 - El Misterio de Salem's Lot
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Su pueblo dormía. Salvo...
               Levantó los ojos. Sí, allá arriba las luces estaban encendidas.
               Pensó  en  la  chica  de  Bowie  —no,  McDougall,  ahora  se  llamaba  señora

           McDougall—,  que  con  una  vocecita  quebrada  le  había  dicho  que  había  pegado  al
           bebé, y cuando le preguntó cuántas veces, pudo percibir cómo giraban las ruedas en
           su  mente,  calculando  sesenta  veces,  o  ciento  veinte.  Triste  excusa  para  un  ser

           humano.  El  padre  Callahan  había  bautizado  al  bebé.  Randall  Fratus  McDougall.
           Concebido  en  el  asiento  trasero  del  coche  de  Royce  McDougall,  probablemente
           durante la segunda película de un programa doble en el cine al aire libre. Una criatura

           minúscula y chillona. Se preguntó si Sandy sabía o sospechaba que él sentía deseos
           de sacar ambas manos por la ventanuca y aferrar el alma que aleteaba y se retorcía
           del otro lado, y estrujarla hasta que gritara. Tu penitencia son seis golpes en la cabeza

           y una buena patada en el culo. Vete y no peques más.
               —Sórdido —dijo en voz alta.

               Pero había algo más que sordidez en el confesionario; no era sólo eso lo que le
           enervaba,  lo  que  lo  había  empujado  hacia  ese  club  cada  vez  más  numeroso,  la
           Asociación de Sacerdotes Católicos de la Botella y la Orden del Caballo Blanco. Era
           el mecanismo constante, ciego, mortal de la Iglesia, aplastando todos los pecadillos

           en  su  interminable  movimiento  de  lanzadera  hacia  el  cielo.  Era  el  reconocimiento
           ritual del mal por una Iglesia que ahora se preocupaba más por los males sociales; la

           expiación recitada en cuentas de rosario por ancianas cuyos padres habían hablado
           lenguas europeas. Era la presencia real del mal en el confesionario, tan real como el
           olor  del  terciopelo  viejo.  Pero  un  mal  impremeditado  y  estúpido  frente  al  cual  no
           cabía misericordia ni represalia. El puño que se estrellaba contra el rostro del bebé, el

           neumático destripado con una navaja, la pelea en el bar, la inserción de hojitas de
           afeitar en las manzanas de caramelo, todos los constantes e insípidos calificativos que

           es  capaz  de  vomitar  la  mente  humana  en  sus  laberínticos  giros  y  retorcimientos.
           «Caballeros, esto se cura con mejores prisiones. Mejor Policía. Mejores organismos
           de  servicios  sociales.  Mejor  control  de  la  natalidad.  Mejores  técnicas  de
           esterilización,  mejores  abortos.  Caballeros,  si  arrancamos  este  feto  del  útero

           convertido en una masa sanguinolenta de brazos y piernas informes, jamás llegará a
           matar a martillazos a una anciana. Señoras, si atamos a este hombre a una silla y lo

           freímos  como  una  chuleta  de  cerdo,  no  volverá  a  torturar  y  matar  más  niños.
           Compatriotas,  si  aprobamos  esta  ley  de  eugenesia,  puedo  garantizaros  que  nunca
           más...»

               Mierda.
               Hacía ya unos tres años tal vez que veía con claridad lo que le sucedía. La imagen
           había ganado en definición, como una película desenfocada que se va ajustando hasta

           que  cada  línea  aparece  nítida.  El  padre  Callahan  estaba  ávido  de  un  desafío.  Los




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