Page 142 - El Misterio de Salem's Lot
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y si un hombre pudiera adueñarse de ellos y frotárselos un poco, un poco nada más,
una perra como ésa estaría inmediatamente dispuesta a irse a la cama con ese
hombre...
Levantó la rata por la cola y la hizo oscilar como un péndulo.
—¿Qué te parecería encontrarte a doña rata en tu caja de lápices, Ruthie?
Aquello le hizo gracia, y Dud dejó escapar una risita aguda. Luego arrojó la rata
hacia el centro del vertedero. Al hacerlo, se dio la vuelta y divisó una figura, una
silueta alta y delgada, unos cincuenta pasos hacia la derecha.
Dud se restregó las manos contra sus pantalones verdes, y echó a andar hacia allí.
—El vertedero está cerrado, señor.
El hombre se volvió hacia él. El rostro que apareció al rojo resplandor del fuego
moribundo era taciturno y de pómulos salientes. El pelo blanco estaba veteado de
mechones grises. El tipo se lo había apartado de la frente alta y cerúlea con un gesto
de concertista maricón. Los ojos reflejaban el resplandor carmesí de los tizones, que
los hacía parecer inyectados en sangre.
—¿ Ah, sí? —preguntó el hombre, con un débil acento francés o centroeuropeo
—. He venido para mirar el fuego. Es muy hermoso.
—Sí —coincidió Dud—. ¿Vive usted aquí?
—Hace poco que resido en su hermoso pueblo, sí. ¿Mata muchas ratas?
—Algunas, sí. Últimamente hay millones de estas hijas de puta. ¿No es usted el
tipo que compró la casa de los Marsten?
—Depredadores —reflexionó el hombre mientras entrelazaba las manos a la
espalda. Dud observó con sorpresa que llevaba un traje, con chaleco y todo—. Adoro
a los depredadores de la noche. Las ratas... los lobos. ¿No hay lobos en esta zona?
—No —le informó Dud—. Hace un par de años, un tipo de Durham atrapó un
coyote, Y hay una manada de perros salvajes que atacan a los ciervos...
—Perros —repitió el extranjero, con un gesto de desprecio—. Miserables
animales que tiemblan y aúllan al sonido de un paso extraño. No sirven más que para
aullar y arrastrarse. Hay que matarlos, es lo que siempre digo. ¡A todos!
—Bueno, yo no pienso de esa manera —objetó Dud, dando un paso hacia atrás—.
Siempre es agradable tener alguien que salga a recibirlo a uno, sabe... demonios, los
domingos el vertedero se cierra a las seis y ya son las nueve y media y...
—Muy bien.
Pero el extranjero no hizo ademán alguno de moverse. Dud pensó que había
sacado ventaja al resto del pueblo. Todo el mundo conjeturaba cómo sería ese tipo,
Straker, y el era el primero en enterarse, aparte Larry Crockett, tal vez, que se las
traía. La próxima vez que bajara al pueblo a comprarle cartuchos al remilgado de
George Middler, le dejaría caer como quien no quiere la cosa:
«Hace unos días vi por la noche a ese tipo nuevo.» «¿Cómo, quién?» «Ya sabes,
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