Page 141 - El Misterio de Salem's Lot
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—Cuando necesite algo, llame.
—Así lo haré, gracias.
—Volvió a poner el receptor en la horquilla y se quedó mirándolo
pensativamente.
—¿Quién era, Park? —preguntó Nolly, mientras volvía a subir la radio.
—Del Café Excellent. No tienen sandwiches de jamón con pan de centeno.
Únicamente de queso y ensalada.
—Si quieres, tengo frambuesas en mi escritorio.
—No, gracias —declinó Parkins, y volvió a suspirar.
8
El vertedero aún seguía humeando.
Dud Rogers caminaba por el borde, olfateando la fragancia de la basura quemada.
Bajo sus pies, pequeñas botellas se hacían pedazos, y a cada paso se elevaban negras
bocanadas de polvo ceniciento. En el lugar destinado a quemar la basura, un amplio
lecho de carbones intensificaba o disminuía su resplandor según los caprichos del
viento, recordando a un enorme ojo carmesí que se abriera y se cerrara, el ojo de un
gigante. De vez en cuando se oía alguna pequeña explosión ahogada, el estallido de
algún aerosol o de una bombilla. Esa mañana, al encender el fuego, habían salido
muchísimas ratas del vertedero, más de las que Dud había visto nunca. Había matado
a tiros unas tres docenas, y la pistola estaba caliente cuando volvió a enfundarla. Y
eran enormes: algunas medían sesenta centímetros, desde la cabeza a la punta de la
cola. Era extraño cómo aumentaba o disminuía su número según los años. Tal vez
tuviera algo que ver con el tiempo. Si seguían aumentando, tendría que empezar a
ponerles cebos envenenados, cosa que no había hecho desde 1964.
Ahí iba una ahora. Dud sacó la pistola, le quitó el seguro, apuntó y disparó. El
proyectil levantó la tierra frente a la rata, hasta salpicarla. Pero en vez de escapar, el
animal se sentó sobre las patas traseras y le miró, mientras las cuencas rojizas de sus
ojillos brillaban al resplandor del fuego. ¡Vaya si eran atrevidas esas ratas!
—Adiós, señora rata —murmuró Dud y volvió a disparar.
La rata se desplomó, estremeciéndose.
Dud fue hasta ella y la volvió con su bota de trabajo. La rata mordió débilmente el
cuero, mientras sus costados se movían apenas.
—Hija de puta —masculló Dud, y le aplastó la cabeza.
Se puso en cuclillas para mirarla y se encontró pensando en Ruthie Crockett, que
no usaba sostén. Cuando se ponía uno de esos suéteres que se adherían al cuerpo, se
le traslucían con tanta claridad los pezoncillos, endurecidos por el roce contra la lana,
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