Page 144 - El Misterio de Salem's Lot
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—Pero usted la desea —insistió la voz—. ¿No es eso?
               —Oh, sí...
               —Pues la conseguirá. Estoy seguro.

               Había algo placentero en todo aquello. A lo lejos, le parecía oír voces dulces que
           entonaban palabras obscenas. Campanas de plata... rostros blancos... la voz de Ruthie
           Crockett.  Casi  podía  verla,  sosteniéndose  los  pechos  con  las  manos,  dos  maduras

           semiesferas  blancas  mientras  la  voz  susurraba:  Bésamelos,  Dud...  muérdemelos...
           chúpamelos...
               Era como ahogarse. Ahogarse en los ojos del viejo.

               Mientras el hombre se le acercaba, Dud lo comprendió todo y lo aceptó, y cuando
           sintió el dolor, era dulce como la plata y verde como el mar.




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               La mano le temblaba, y en vez de aferrar la botella, los dedos la hicieron saltar
           del  escritorio  y  caer  con  un  golpe  sordo  sobre  la  alfombra,  donde  se  quedó
           gorgoteando whisky.

               —¡Mierda! —masculló el padre Callahan mientras se inclinaba a levantarla antes
           de que se perdiera todo.

               En realidad no había mucho que perder. Volvió a ponerla sobre el escritorio (lejos
           del borde) y fue a la cocina en busca de un trapo y una botella de líquido limpiador.
           Cualquier cosa con tal que la señora Curless no encontrara una mancha de whisky

           junto a la pata de su escritorio. Ya era bastante difícil aceptar sus bondadosas miradas
           de  compasión  en  las  largas  mañanas  en  que  se  sentía  un  poco  deprimido...  Con
           resaca, querrás decir.

               Sí, con resaca, está bien. Es hora de enfrentar la verdad, indudablemente. Saber la
           verdad te hará libre. Espadachín de la verdad.
               Encontró una botella de algo que se llamaba E-Vap, un nombre bastante parecido

           al ruido de un vómito («¡E-Vap!», graznaba el viejo borrachín mientras lanzaba el
           almuerzo)  y  se  la  llevó  al  estudio,  sin  hacer  eses.  «Fíjate,  Ossifer,  voy  a  andar
           derecho por la línea blanca hasta el semáforo.»

               A sus cincuenta y tres años, Callahan era imponente. El pelo de plata, los ojos de
           un azul límpido (ahora un poco estriados de rojo) rodeados por las patas de gallo de
           su  risa  irlandesa,  la  boca  firme,  y  más  firme  aún  el  mentón  ligeramente  hendido.

           Algunas mañanas, al mirarse en el espejo, pensaba que cuando cumpliera los sesenta
           abandonaría el sacerdocio para irse a Hollywood, donde conseguiría trabajo haciendo
           de Spencer Tracy.

               —Padre  Flanagan,  ¿dónde  está  usted  cuando  lo  necesitamos?  —masculló




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