Page 131 - El Misterio de Salem's Lot
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Con gestos rápidos y precisos sacó las franjas de césped artificial del montón de
           tierra y las dobló cuidadosamente. Se las colgó del brazo y las llevó a su camión,
           aparcado  del  otro  lado  del  portón;  una  vez  fuera  del  cementerio,  la  horrenda

           sensación de ser vigilado se desvaneció.
               Puso el césped en la parte de atrás del camión y buscó una pala. Echó a andar,
           pero vaciló. Cuando miró hacia la tumba abierta, tuvo la sensación de que se burlaba

           de él.
               Se dio cuenta de que la sensación de estar vigilado había desaparecido tan pronto
           como dejó de ver el féretro que descansaba en el fondo de la fosa. De pronto tuvo la

           imagen de Danny Glick tendido sobre la almohadita de satén, con los ojos abiertos.
           No... qué estupidez. Si les cerraban los ojos. Muchas veces se lo había visto hacer a
           Cari  Foreman.  «Claro  que  se  los  pegamos  —le  había  dicho  una  vez  Cari—.  No

           querrás que el cadáver haga guiños a la gente, ¿no?»
               Arrojó  una  palada  de  tierra  a  la  fosa,  donde  cayó  con  un  ruido  sordo  sobre  el

           cajón  de  caoba  lustrada;  Mike  dio  un  respingo.  Se  enderezó  y  miró  alrededor  las
           ofrendas  de  flores.  Qué  desperdicio.  Mañana  los  pétalos  estarían  todos  marchitos.
           Mike no entendía por qué la gente hacía eso. Si estaban dispuestos a gastar dinero,
           ¿por qué no enviárselo a la Liga Contra el Cáncer o a la Sociedad de Beneficencia?

           Así por lo menos serviría de algo.
               Echó otra palada a la fosa y volvió a descansar.

               Ese ataúd, otro desperdicio. Un hermoso féretro de caoba, de mil dólares por lo
           menos,  y  ahí  estaba  él  cubriéndolo  de  tierra.  Los  Glick  no  tenían  más  dinero  que
           cualquier  otro  del  pueblo,  y  ¿quién  saca  un  seguro  de  vida  para  un  chico?
           Probablemente se habrían endeudado hasta el cuello, y todo por un cajón que iba a la

           tierra.
               Se inclinó a recoger otra palada y volvió a arrojarla de mala gana. Otra vez ese

           golpe  horrible,  definitivo.  La  tapa  del  ataúd  ya  estaba  semicubierta  de  tierra,  pero
           seguía distinguiendo el brillo de la caoba, casi como un reproche.
               Deja de mirarme, pensó.
               Recogió una palada más, no muy grande, y la echó en la fosa.

               Las sombras eran ya muy largas. Se detuvo y levantó la vista. Allá estaba la casa
           de los Marsten, con los postigos cerrados, impasible. El lado este de la casa, el que

           primero daba los buenos días al sol, miraba directamente hacia el portón de hierro del
           cementerio, donde Doc...
               Se obligó a coger otra palada de tierra y arrojarla en el hoyo.

               Bump.
               Un  poco  de  tierra  se  deslizó  por  los  lados,  amontonándose  en  las  bisagras  de
           bronce. Ahora, si alguien lo abriera, haría un ruido áspero y chirriante como cuando

           se abre la puerta de una tumba.




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