Page 127 - El Misterio de Salem's Lot
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—Me imagino. ¿Cuánto durará?
               —No  más  de  diez  minutos.  No  quiero  prolongar  la  agonía  de  los  padres.  Ya
           tienen bastante con lo que les espera.

               —Ya lo creo —asintió Mike.
               Se encaminó hacia el fondo del cementerio, pensando en saltar el muro de piedra,
           internarse en el bosque y comerse su bocadillo. Sabía, por larga experiencia, que lo

           último que los sufrientes deudos y amigos quieren ver durante la tercera estación es al
           sepulturero,  con  su  mono  sucio  de  tierra:  era  como  dejar  caer  una  mancha  en  la
           luminosa  imagen  de  inmortalidad  y  celestiales  puertas  que  se  abren  que  les

           presentaba el sacerdote.
               Cerca  del  fondo  se  detuvo  y  se  inclinó  a  examinar  una  lápida  caída.  Al
           enderezarla, volvió a sentir un escalofrío mientras sacudía la tierra de la inscripción:




                            HUBERT BARCLAY MARSTEN

                            6 de octubre de 1889 - 12 de agosto de 1939
                            El Ángel de la Muerte

                            que sostiene la broncínea lámpara
                            que hay más allá de la puerta de oro
                            te sumergió en oscuras Aguas




               Y debajo, casi borrado por treinta y seis estaciones de heladas y deshielos:

               Quiera Dios que descanse en paz.
               Todavía vagamente inquieto, y aún sin saber por qué, Mike Ryerson se dirigió al
           bosque y se sentó junto al arroyo a comer.




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               En su primera época en el seminario, un amigo del padre Callahan le había dado

           una blasfema estampa que en ese momento le había provocado risas horrorizadas,
           pero que a medida que pasaban los años le parecía más verdad y menos blasfema:
           «Que Dios me dé la serenidad de aceptar lo que no puedo cambiar, la tenacidad de
           cambiar lo que puedo, y la buena suerte de no confundirlos demasiado a menudo.»

           Todo en letra gótica, con un sol naciente en el fondo.
               Ahora, de píe ante los deudos de Danny Glick, el antiguo credo volvía a aflorar.

               El  féretro,  llevado  por  dos  tíos  y  dos  primos  del  muchacho  fallecido,  había
           quedado en el suelo. Marjorie Glick, vestida con un abrigo y sombrero negros con
           velo,  el  rostro  pálido  como  un  requesón  tras  la  malla  de  la  red,  se  tambaleaba




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