Page 119 - La iglesia
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Abdel derrochaba amabilidad. Su perenne sonrisa de dientes gigantescos no
se esfumó ni por un segundo mientras organizaba los mil y un cachivaches de
la sacristía. Su principal objetivo era despejar las paredes para ponerse manos
a la obra de inmediato, así que empezó a trasladarlo todo hacia el centro de la
estancia con una soltura a juego con la musculatura de sus brazos. Lo que
parecía un mundo para Félix era un juego de niños para Abdel. Mientras él se
encargaba de mover lo más pesado, Félix distribuía el contenido de las cajas
de cartón en armarios y aparadores. El respeto que mostraba el pintor ante los
símbolos cristianos impresionó al sacerdote. Cada vez que le tocaba coger una
imagen de un santo o una virgen, la saludaba con un cabeceo reverencial.
Abdel trasladó algunos bultos al piso de arriba, donde reinaba un desorden
similar al de la planta baja. Fue allí donde unos portacirios de plata labrada
llamaron su atención. Eran cuatro idénticos, medían más de metro y medio de
altura y estaban rematados por gruesas velas a medio consumir. Recordó
haber visto otros parecidos abajo. Cogió el juego completo como pudo y bajó
las escaleras. Félix seguía ocupado, guardando cosas en el aparador. Sin
atreverse a molestarle, Abdel clasificó los portacirios junto a la pared. Contó
nueve en total: los cuatro que acababa de bajar, dos también de plata y tres
fabricados en madera basta, sin adorno alguno. Contempló el conjunto
durante un rato y decidió que estaba incompleto.
—Padre, mira esto —le llamó Abdel, usando el tuteo no por falta de
respeto, sino por poco dominio del español—. ¿Estos cuatro y estos también
cuatro?
Félix se aproximó a la exposición de portacirios. Por supuesto que
faltaban tres: los que habían utilizado Ernesto y él para alumbrar la cripta.
Recordó que cogieron los primeros que pillaron, sin importar que hicieran
juego o no.
—Los otros que faltan están guardados en otro sitio —dijo Félix.
—Si tú quieres, yo limpia estos di plata y deja brellante —ofreció Abdel;
en efecto, la plata se veía mate y ennegrecida por el tiempo—. Así los
ponemos fuera, n’il altar, más bonito, más mijor.
—Muchas gracias, Abdel, pero no hace falta —repuso Félix, apurado por
tanta amabilidad—. Eso podemos hacerlo nosotros…
—¿Para qué tú ensucia manos? —insistió Abdel—. Yo marcha, compra
limpia plata y dija esto brellante y bonito. Tú trae otros: cuando yo vuelve,
todo limpio en un rateto. ¡No tarda nada!
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