Page 114 - La iglesia
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—No hace falta, marchaos. Yo me ocupo.

                    Para Juan Antonio, aquello significó una tregua en la discusión absurda
               que acababan de tener en el dormitorio. En los últimos días, su vida, que creía
               idílica,  había  dado  un  giro  surrealista.  Bajo  la  luz  halógena  del  pasillo,  el
               aparejador  vio  por  primera  vez  los  dibujos  de  Marisol.  Todos  eran  muy

               parecidos  entre  sí,  variaciones  casi  idénticas  del  mismo  tema.  El  color  que
               Carlos  recuperaba  poco  a  poco  parecía  abandonar  ahora  las  mejillas  de  su
               padre, conforme pasaba las páginas.
                    —¿Has visto qué cague, papá? Marisol no dibuja ni escribe así ni de coña

                  ⁠
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               —Carlos hizo una pausa—. Es como si eso no lo hubiera hecho ella.
                    Las últimas palabras de su hijo le parecieron especialmente oscuras a Juan
               Antonio. Se detuvo en el último dibujo. Carlos tenía razón, no parecía obra de
               una niña de seis años. Lo peor de todo es que lo que representaba era muy

               reconocible: una cruz erguida y un cristo que parecía reptar por el suelo con
               los pies medio destrozados aún clavados en el madero. No le faltaba detalle:
               ojos sin pupilas, corona de espinas puntiagudas, dientes afilados, salpicaduras
               de  sangre  por  todas  partes  y  rostros  horrendos  hechos  con  cuatro  trazos

               certeros  gritando  como  un  coro  recién  salido  del  averno.  Y  a  un  lado,  una
               frase escrita con letras de color rojo:

                           VOY A POR VOSOTROS

                    El  gruñido  sordo  de  Ramón  hacía  vibrar  la  atmósfera  del  piso.  Juan

               Antonio rompió los dibujos en pedazos y se dirigió a la cocina para tirarlos a
               la basura. Carlos le seguía, preguntándose por qué no querría conservarlos. El
               aparejador  tenía  una  razón  poderosa  y  egoísta  para  no  hacerlo:  si  Marta

               llegaba a verlos, no le libraría de otra bronca ni Dios. Maldita la hora en que
               llevó a la niña a la iglesia.
                    —¿Qué le pasa a Marisol, papá?
                    —No lo sé —respondió Juan Antonio, consultando su reloj. Once y cuarto
                                                                                                      ⁠
               pasadas. El efecto del alcohol se había evaporado como por arte de magia—.
               ¿Por qué no te vas a dormir ya?
                    Carlos le miró con una entereza que parecía al borde del derrumbe. Tomó
               aire  antes  de  hablar,  como  si  le  costara  trabajo  pronunciar  lo  que  dijo  a

               continuación:
                    —Porque mi hermana me da miedo.











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