Page 117 - La iglesia
P. 117
El marroquí compuso una sonrisa de satisfacción que casi escapa de su
cara: le había enseñado su primera palabra en dariya al cura.
El inspector Hidalgo había pasado los últimos cuarenta y cinco minutos
acompañando a la científica en una casa de la barriada del Sarchal que había
recibido la visita de unos ladrones de madrugada, mientras los dueños
dormían. Ni el matrimonio ni los hijos habían notado la presencia de los
intrusos, que aprovecharon para robar un par de cientos de euros, algunas
joyas sin demasiado valor, los teléfonos móviles de toda la familia y un
ordenador portátil. Encontraron el televisor LCD del salón al lado de la
ventana de la cocina, la misma por la que habían entrado los cacos. Cuarenta
y siete pulgadas, demasiado aparatoso para llevárselo. Mejor para los dueños,
que suficiente disgusto e indignación tenían a cuenta del asalto a su domicilio.
Hidalgo arrancó el Citroën y tomó la carretera del Recinto en dirección al
centro de la ciudad. No pudo evitar la tentación de acercarse un momento por
la iglesia. Ni siquiera pensaba entrar, tan solo quería contemplarla de nuevo
por fuera y volver a enfrentarse a lo que él había bautizado como el velo; un
velo invisible que ocultaba algo que a él no le gustaba un pelo.
En la Iglesia de San Jorge había algo malo. Hidalgo ignoraba si podía ser
un ente, una presencia, una impregnación; tal vez solo marcas de tentáculos
de un horror pasado que perduraban a través del tiempo. ¿Había motivos para
preocuparse? Por una parte, estaba Maite Damiano, que había saltado por la
ventana impulsada por el terror, aunque no había que olvidar que había
consumido hipnóticos. ¿Tendría algo que ver la iglesia o lo que esta ocultaba
con ese hecho? Por otra, estaban los sacerdotes, Juan Antonio Rodero y quién
sabe cuánta gente más que había entrado en el edificio sin notar nada extraño.
¿O sí lo habían notado y, como suele suceder en estos casos, no lo habían
compartido con nadie? Por último, el asunto de los animales muertos. Si bien
podría haber una explicación lógica, no se podía negar que era algo raro e
inquietante.
A eso se sumaba la impotencia de no poder advertir abiertamente a los
sacerdotes sobre lo que él captaba. Demostrar lo invisible es tan difícil como
explicarle a un ciego de nacimiento los matices de una acuarela. Sumido en
estos pensamientos, Hidalgo detuvo el Xsara y se apeó en el aparcamiento.
El velo era hoy mucho más visible que ayer. Más denso.
Página 117