Page 113 - La iglesia
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palabras de Marisol—. El otro día oí a papá decirle a un amigo que está para
echarle un polvo». —Dos nuevas lágrimas rodaron por sus mejillas—. ¡Y
luego me preguntó qué significa echar un polvo! —gritó, sin poder
contenerse—. ¿¡Se te está yendo la cabeza, Juan Antonio!?
—¡Te juro por Dios que eso es mentira! —afirmó, enfadado—. ¡Jamás he
dicho eso!
—¿¡Me estás diciendo que una niña de seis años es capaz de inventarse
eso!?
—No sé, Marta, todo esto es muy raro —hizo una pausa—. ¡Mierda,
tienes que creerme!
Justo en ese momento, la puerta del dormitorio se abrió, revelando el
rostro de Carlos descompuesto en una mueca de terror. Aunque no podían
verle, oyeron gruñir a Ramón detrás de su hijo, en el pasillo.
—Papá, mamá, tenéis que ver algo —dijo, pálido como un muerto. Su voz
era más grave de lo normal, como si hubiera madurado cinco años de golpe.
Carlos les condujo al cuarto de Marisol. Ramón, con el rabo entre las
patas, permanecía inmóvil al principio del pasillo, sin interrumpir el gruñido
de baja frecuencia que componía la inquietante banda sonora de la escena; el
labio superior le temblaba sin llegar a mostrar los dientes. La luz de la mesita
de noche de Marisol estaba encendida y ella yacía boca arriba sobre la colcha,
dormida. Todo parecía en orden: su mesa de estudio, las estanterías llenas de
juguetes, su armario forrado con pósteres y pegatinas de sus series de
animación preferidas… Todo, a excepción de una docena de folios
pintarrajeados esparcidos por toda la habitación y un montón de lápices de
colores desparramados por su cama y el suelo.
—Estaba estudiando en mi cuarto, oí ruidos extraños y vi luz por debajo
de la puerta —dijo Carlos en voz muy baja—. Entré y encontré a Marisol
dibujando eso. —Señaló las páginas garrapateadas—. Cuando se dio cuenta
de que estaba en la puerta me miró fijamente y me dijo: «él vendrá a por ti», y
se quedó dormida del tirón, como si se desmayara. Su voz sonó muy rara…
casi me cago de miedo —reconoció, sin pudor.
Marta se agachó junto a la cama para comprobar la respiración de su hija.
Era regular. Le tocó la frente y la notó fresca. Mientras la cogía en brazos
para taparla, Juan Antonio recogió los lápices y los folios. Carlos, desde la
puerta, miraba la escena con rostro grave.
—Me quedaré un rato aquí, con ella —anunció Marta—. Vosotros salid y
cerrad la puerta.
—¿No quieres que llamemos al médico? —sugirió Juan Antonio.
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