Page 108 - La iglesia
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metros cuadrados, compuesta de un despacho con una pequeña mesa de juntas

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               donde recibía sus escasas visitas —la mayoría de las veces las atendía en la
                                                                                   ⁠
               cafetería de abajo, frente a una taza de café o una cerveza— y una habitación
               con un potente ordenador de sobremesa, un plóter, una cortadora de planos,
               una impresora multifunción y una mesa auxiliar, además de aseo propio. Tan

               solo iba cuando tenía que trabajar en algún proyecto y siempre por las tardes,
               fuera  del  horario  matutino  de  la  Asamblea.  Juan  Antonio  no  era  de  esos
               aparejadores que van a la caza de una obra cuál depredador hambriento: tan
               solo aceptaba trabajos que sabía que podría cumplir sin demora y no dudaba

               en  dar  una  negativa  o  advertir  al  cliente  de  que  tendría  que  esperar  cuatro
               meses  para  contar  con  sus  servicios.  Sabía  mantener  a  raya  su  ambición:
               como él decía, prefería comer menos y digerir mejor.
                    Esa  tarde  se  reunió  con  Alfonso  Bilbao,  un  arquitecto  que  le  había

               ofrecido trabajar en el proyecto de reforma de un chalet de Loma Margarita.
               Grosso modo, consistía en echarlo abajo y rehacerlo entero. Después de hora
               y media estudiando bocetos, acordaron que Juan Antonio se haría cargo de la
               ejecución  del  plano  y  supervisaría  la  obra.  Decidieron  sellar  el  negocio

               tomando una copa en los soportales de la cafetería que estaba justo debajo del
               estudio,  donde  el  aparejador  había  cerrado  más  de  un  trato  y  más  de  diez.
               Entre una cosa y otra les dieron las siete y media de la tarde y cuatro whiskies
               de malta. Se despidieron cuando ya había anochecido. Juan Antonio caminó

               despacio Paseo del Revellín arriba, disfrutando del sopor cálido del alcohol. A
               esa hora era un hervidero de gente paseando, mirando escaparates o tirando de
               los  críos  que  salían  de  las  clases  particulares.  El  sonido  de  su  teléfono  le
               sorprendió en el cruce con la calle Padilla.

                    Leire Beldas. Acelerón de pulsaciones. Ligero temblor al pulsar el botón
               verde.
                    —Hola, Leire. Dime…
                    —¿Dónde estás? ¿Puedo hablar contigo?

                    —Claro. No ha pasado nada malo, ¿no?
                    —No  lo  sé  —respondió,  críptica—.  Me  gustaría  contártelo  en  persona
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               —insistió.
                    —¿Te  va  bien  en  el  Charlotte  de  la  Plaza  de  los  Reyes?  —⁠preguntó,

               intrigado.
                    —Estaré ahí en dos minutos. Gracias, Juan Antonio…
                    Al arquitecto técnico no le dio tiempo de pronunciar un de nada. Guardó
               el móvil y se dirigió al Charlotte. Era un híbrido de cafetería, heladería y bar

               de copas decorada en madera con una terraza cubierta que daba a la Plaza de




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