Page 110 - La iglesia
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—El pulso de Maite se disparó en el monitor en cuanto se dio cuenta de
que yo estaba con ella en la habitación —prosiguió Leire—. Me agarró con
tanta fuerza que me hizo daño, y el rostro se le desencajó. Se incorporó en la
cama y me dijo una cosa muy extraña…
Leire agachó la cabeza, como si le costara seguir hablando. Obedeciendo
a un impulso que el alcohol trataba de justificar, Juan Antonio le cogió la
mano en un gesto amistoso que ella agradeció con una breve sonrisa. Leire
dio otro trago, esta vez sin aspavientos.
—Te mencionó —dijo, tomando por sorpresa al aparejador.
—¿A mí?
—Me suplicó que te advirtiera de que tuvieras cuidado con la iglesia, con
el barro de sangre del infierno y con el demonio de la cueva —Leire hizo una
pausa—. ¿Te dice algo eso?
Juan Antonio dejó la copa sobre la mesa, incapaz de disimular la
estupefacción. Que Maite mencionara la iglesia le parecía normal, pero ¿qué
quería decir con la sangre del infierno y el demonio de la cueva? No pudo
evitar que la imagen del crucificado de la cripta le asaltara.
—Tal vez tuvo un mal sueño con la iglesia y la medicación lo amplificó
—aventuró Juan Antonio; sus dedos aún rodeaban los de Leire, aunque
parecía no ser consciente de ello—. Lo del demonio de la cueva podría tener
una explicación si Maite hubiera visto una talla horrible que encontramos
dentro de una cripta, en esa misma iglesia.
—¿Una talla horrible?
—Sí, un Cristo crucificado que pone los pelos de punta… pero es
imposible que se refiera a esa cosa porque Maite no la ha visto: la
descubrieron el viernes. No comentes lo de la talla con nadie, por favor. No
queremos que se sepa nada de ella hasta que los curas decidan hacerlo
público.
—Descuida —le tranquilizó—. ¿Y qué me dices del barro de sangre del
infierno?
—Ni idea. Suena a título de canción heavy. Debe formar parte de su
delirio.
—Me asustó la expresión de su cara y su insistencia en que te pusiera
sobre aviso, como si esas cosas terribles supusieran un peligro para ti.
Juan Antonio apretó las manos de Leire y compuso una sonrisa de
agradecimiento. Por un instante, el aparejador sintió como si una mirada
invisible le taladrara su sien derecha. Volvió la cabeza hacia la ventana, pero
no vio a nadie; lo más probable era que alguien hubiera subido la cuesta y su
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