Page 115 - La iglesia
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VII


                                     MARTES, 12 DE FEBRERO







               A Fernando Jiménez le gustaba arrimar el hombro en su trabajo. No era el
               típico contratista que consume su jornada laboral visitando las obras con un
               maletín en la mano, tomando café con los clientes en el centro o realizando

               tareas  administrativas,  cosa  que  odiaba,  sobre  todo  porque  no  las  entendía
               demasiado bien. Le gustaba mancharse de polvo y cemento y, como decía él,
               «bregar  con  la  cuadrilla».  No  solía  mantener  más  de  dos  o  tres  obras
               simultáneas  y  en  todas  se  pringaba  cuando  hacía  falta.  Su  empresa  era

               pequeña pero rentable. No era barato, pero trabajaba bien y era cumplidor,
               una virtud divina y muy rara en su gremio. Hacía años que había desistido de
               entrar en guerra con los profesionales marroquíes que cruzaban la frontera a
               diario,  sin  estar  dados  de  alta  en  la  Seguridad  Social,  ofreciendo  precios

               irrisorios. Si los clientes querían arriesgarse a un trabajo mal hecho o a ser
               pillados  por  una  inspección  de  trabajo,  allá  ellos.  Con  sus  tarifas,  su  buen
               hacer y su reputación, Fernando Jiménez tiraba bien del carro de su empresa.
                    Esa  mañana,  Jiménez  y  sus  hijos  llegaron  a  la  Iglesia  de  San  Jorge

               alrededor de las ocho. Los pintores les esperaban sentados en el suelo, junto a
               la verja del jardín, donde los operarios de Parques y Jardines desbrozaban la
               maleza para reemplazarla por setos frescos y árboles jóvenes. El padre Félix
               observaba el ir y venir de los jardineros desde la puerta de la iglesia. Jiménez

               intercambió unas palabras de saludo con él y le explicó el plan de hoy.
                                                                     ⁠
                    —He  traído  un  andamio  en  el  coche  —dijo,  refiriéndose  a  su  pick-up
                        ⁠
               Piaggio—. Le diré a los pintores que lo vayan montando mientras traemos el
               otro. Hasta esta tarde o mañana no nos liaremos con la parte de fuera, pero

               hoy empezaremos con la trastienda. ¡Abdel, ven aquí!
                    Abdel,  un  joven  alto,  rapado  y  poco  agraciado,  se  presentó  ante  ellos
               esbozando una sonrisa caballuna a la que solo le faltó un relincho. Vestía un
               mono con tantas salpicaduras de pintura que era imposible adivinar su color

               original. Dejó en el suelo un par de capazos llenos de brochas, trapos, latas de
               disolvente,  espátulas  y  demás  trastos  de  pintar.  Le  estrechó  la  mano  al
               sacerdote para llevársela luego al corazón.



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