Page 111 - La iglesia
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sombra le hubiera alertado. Tomó otro sorbo de Glenfiddich y dejó que el
licor le tranquilizara. Leire retiró las manos y las juntó sobre sus labios.
—Ahora me siento un poco idiota por haberte contado esto —reconoció,
avergonzada—. Es todo demasiado surrealista…
—¿Te has quedado más tranquila cuando me lo has contado?
—Mucho más.
—Pues entonces has hecho bien. —Elevó su copa de balón, invitándola a
que ella entrechocara la suya en un brindis—. Por la pronta recuperación de
Maite.
—Por la pronta recuperación de Maite —repitió ella.
Acabaron sus Glenfiddich con parsimonia, hablando de temas triviales
que despejaron, de momento, el aroma oscuro de los delirios de Maite
Damiano. Leire insistió en pagar, y Juan Antonio solo aceptó la invitación
bajo la promesa de que la próxima correría de su cuenta. Se despidieron con
un abrazo y cada uno se marchó a su casa. El aparejador no paró de darle
vueltas a la cabeza durante el corto trayecto que separaba la Plaza de los
Reyes de su domicilio. Si la desgracia de Maite había traído algo bueno, eso
había sido introducir a Leire Beldas en su vida. Le parecía encantadora, una
persona buena, honesta y leal. El alcohol también le susurraba al oído que
además de todas esas virtudes celestiales tenía un polvo formidable. ¿Cómo
sería en la cama? La imaginó con expresión feroz sobre él, a horcajadas, con
sus pechos desnudos idealizados proyectados hacia adelante mientras
conducía su miembro erecto hacia su interior…
Espantó las escenas calientes con un movimiento de cabeza frente al
espejo del ascensor. Abrió la puerta de su casa y se encontró a Ramón sentado
en el recibidor. En lugar de los saltos y lametones habituales, el husky emitió
un lloriqueo inexpresivo. Juan Antonio le acarició la cabeza y prestó atención
al silencio que reinaba en la casa. Apenas eran las diez y cuarto de la noche y
ni siquiera se oía el murmullo del televisor de fondo.
—¿Hola? —preguntó al éter.
No hubo respuesta. Se asomó al salón y no vio a nadie allí. La cocina, con
las luces apagadas, estaba desierta. Las puertas de las habitaciones de los
niños, al fondo del pasillo, se veían cerradas, al igual que la de su dormitorio.
Bajó el tirador y entreabrió la puerta. Marta estaba sentada en la cama de
matrimonio, con la cabeza gacha y las manos entrecruzadas sobre las piernas.
Lo primero que pensó Juan Antonio es que había ocurrido alguna desgracia.
Cuando su esposa alzó la cabeza descubrió rastros de llanto.
—Marta, ¿qué pasa? —preguntó, acongojado.
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