Page 118 - La iglesia
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Se cruzó con algunos operarios de Parques y Jardines mientras caminaba

               hacia la iglesia. Una chica joven le dedicó una sonrisa fugaz a modo de saludo
               mientras removía la tierra con una espátula. A su lado, un hombre bastante
               mayor que ella arreglaba un plantón antes de enterrar sus raíces. El velo les
               rodeaba como una nube oscura y volátil, ascendía a las alturas y se extendía

               mucho más allá del templo. Nadie, excepto Hidalgo, parecía ser consciente de
               su existencia. El policía ignoraba si el velo tenía entidad propia o era emitido
               por alguna fuerza espiritual desconocida. En cuanto se paró frente a la iglesia
               comenzó  a  sentir  un  dolor  de  cabeza  sordo  que  fue  intensificándose  a  una

               velocidad fuera de lo normal. Cerró los párpados con fuerza y respiró hondo,
               sin dejarse llevar por el pánico.
                    Estaba bajo ataque.
                    Redujo  el  dolor  al  absurdo  y  demostró  aplomo  ante  aquella  fuerza

               desconocida. No era la primera vez que se enfrentaba a alguna visión ominosa
               o intuía que algo negativo se cernía sobre él, pero esto era distinto, de una
               naturaleza más poderosa y malvada. Ajenos al duelo de voluntades que tenía
               lugar  cerca  de  ellos,  los  operarios  seguían  trabajando  en  el  jardín  como  si

               nada sucediera. Con los puños cerrados y los ojos apretados, Hidalgo recitó
               una letanía mental: «sal de mi cabeza, sal de mi cabeza, no te temo, sal de mi
               cabeza, sal de mi cabeza…».
                    El  dolor  remitió  de  golpe,  como  si  aquella  fuerza  maléfica  le  hubiera

               liberado; igual que el matón de colegio que te perdona la vida de momento
               pero que sabes que, tarde o temprano, volverá a por ti.
                    —¿Puedo ayudarle en algo?
                    Hidalgo se volvió. Era la jardinera joven.

                                                                                                      ⁠
                    —Nada, gracias. Solo quería echar un vistazo a la fachada —⁠improvisó—.
               Ya me marcho.
                    Se  despidió  de  los  operarios  de  Parques  y  Jardines  con  un  ademán,  se
               sentó  al  volante  de  su  coche,  arrancó  y  enfiló  la  cuesta.  Para  su  horror,

               espesos jirones del velo, que se le antojaron tentáculos de niebla tóxica, le
               acompañaron  durante  un  buen  trecho.  Presenciar  cómo  aquellos  filamentos
               oscuros  acariciaban  la  carrocería  del  Citroën  se  le  antojó  una  suerte  de
               demostración  de  poder.  El  velo  retrocedió  al  tomar  el  Paseo  de  la  Marina

               Española y desapareció por completo. El policía detuvo el coche en doble fila
               y trató de no sufrir un ataque de ansiedad. Solo podía pensar en una cosa: en
               cómo advertir a los sacerdotes de aquella presencia sin que le tomaran por
               loco.







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