Page 105 - La iglesia
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—No vengo como policía, padre —se apresuró a aclarar—. El otro día
hablé con Juan Antonio Rodero y me comentó que estaba trabajando en la
rehabilitación de esta iglesia. Me gustan mucho las iglesias, ¿sabe? —Si bien
esto no era verdad, se dijo que como excusa era creíble—. ¿Podría echar un
vistazo?
—Aún no estamos abiertos, pero bueno… Pase y mire todo lo que quiera.
Hidalgo agradeció su amabilidad con una sonrisa. Cuando sus ojos se
perdieron de nuevo en el interior de la iglesia, la sensación de asfixia y
opresión regresó con más fuerza. Se fijó en las manchas negras que cubrían
las paredes. Se movían, parecían estar vivas.
—¿Eso es humedad? —le preguntó al padre Ernesto, más para darle
conversación que por otra cosa. Por supuesto que no lo era. Los ojos de su
mente le decían que aquel puntillismo multiforme era algo mucho más oscuro
que una simple capa de moho.
—Los pintores creen que se trata de un defecto de la pintura vieja.
—Entiendo.
Hidalgo avanzó por la nave central acompañado por Ernesto, fingiendo
interés en el retablo que presidía el altar mayor. No buscaba eso: su interés
estaba enfocado en el crucero. Una vez allí, bajó la mirada hacia la entrada
embaldosada de la cripta. La escena de la lucha de San Jorge con el dragón le
pareció siniestra.
—Aquí abajo hay una cripta, ¿verdad, padre?
Ernesto le lanzó una mirada de reojo capaz de derribar un caza. Su rostro
adoptó una expresión grave. Su voz también.
—¿Cómo sabe que hay una cripta?
—Me lo dijo Rodero —confesó Hidalgo, que se preguntó si no acababa de
poner en evidencia al arquitecto técnico—. Me comentó que habían
encontrado una vieja talla dentro y… en fin, me gustaría verla.
Si bien la existencia de la imagen no era secreto de estado, al sacerdote le
molestó la indiscreción del aparejador. Si el rumor se propagaba, el párroco
no solo tendría que aguantar a Manolo Perea dando la tabarra en la iglesia,
sino a un ejército de curiosos atraídos por la pasión o el morbo. Para salir del
paso, Ernesto arrugó el octavo mandamiento, marcó una canasta de tres
puntos en la papelera imaginaria de su mala conciencia y se inventó una
mentira como una casa.
—No puede ser, lo siento. El obispado va a enviar unos expertos en arte y
nos ha prohibido abrir la cripta hasta entonces. Dicen que la talla podría
dañarse…
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