Page 100 - La iglesia
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Miguel, el mayor, le sacaba siete años a su hermano y era clavado a su

               padre:  no  llegaba  al  uno  setenta,  era  fortachón  y  lucía  una  barriga  algo
               excesiva para sus veinticinco años de edad. Trabajaba en el negocio familiar
               desde los quince y conocía sus entresijos tan bien como el jefe. De hecho, por
               su  carácter,  había  clientes  que  preferían  tratar  con  Miguel  antes  que  con

               Fernando Jiménez. A pesar de haber recibido ofertas de otras compañías y
               proyectos a espaldas de su progenitor, siempre los había rechazado y se había
               mantenido leal a él como un pastor alemán bien adiestrado.
                    Juan Antonio bajó del coche y les saludó. Fernando Jiménez le estrechó la

               mano y puso cara de circunstancias:
                    —Me enteré ayer de lo de Maite. Menuda ruina, Rodero.
                    —Y que lo diga. Anoche estuve en el hospital. Luego llamaré a ver cómo
               sigue…

                    El contratista bajó la voz, adoptando un tono conspirador.
                    —Ya sabe lo que se dice, ¿no?
                    —Sabiendo cómo es Ceuta, cualquier burrada. Sorpréndame.
                    —Que se hinchó a porros, o a pastillas, y saltó por el balcón más puesta

               que Ortega Cano en una boda.
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                    —Ya le digo yo que no fue así —le aclaró Juan Antonio, irritado, sin estar
               del todo seguro si Jiménez no estaría dando en el clavo.
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                    —Es lo que se dice por ahí, ojo —⁠se defendió el contratista—. Que yo no
               me he inventado nada, ¿eh? Eso sí, cuando el río suena…
                    No  llevaba  un  minuto  con  él  y  Juan  Antonio  ya  hacía  esfuerzos
               sobrehumanos por  no  estrangular  a  Jiménez.  Deseando  perderle  de  vista  lo
               antes posible le invitó a entrar en la iglesia. Cuanto antes empezaran, antes

               terminarían.  Miguel  y  Rafi  les  seguían  a  unos  pasos  de  distancia,  en  un
               discreto segundo plano. Mientras cruzaban el jardín, el maestro de obras le
               comentó a Juan Antonio:
                    —¿Sabe que conocí al cura en el barco? Al que le dio la hostia al niñato
                  ⁠
               —aclaró.
                    El  aparejador  respondió  con  un  simple  ajá  cargado  de  indiferencia.
               Atravesaron el vestíbulo de la iglesia y encontraron al padre Ernesto sentado
               en  uno  de  los  bancos,  leyendo  un  viejo  misal  rescatado  de  la  sacristía.  Al

               oírles entrar, se volvió hacia ellos y le agradó reconocer al contratista. Le caía
               bien a pesar de lo bestia que era. Dejó el libro sobre el banco y caminó al
               encuentro  del  cuarteto.  Juan  Antonio  reparó  que  la  cripta  estaba  cerrada.
               Mejor. No tenía necesidad de escuchar a Fernando Jiménez cagándose en lo

               más sagrado a cuenta de la fealdad de la talla.




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