Page 99 - La iglesia
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puertas del templo estaban abiertas, el aparejador prefirió esperar a Jiménez

               dentro del coche. Llevaba tres días sin apenas pegar ojo, y no le apetecía estar
               de charla con los curas hasta que llegara el contratista.
                    Marta apenas le había dirigido la palabra durante el fin de semana, como
               si  le  considerara  culpable  de  un  delito  abominable.  Se  preguntó  cómo

               reaccionaría su esposa ante algo grave, como una infidelidad, por ejemplo. Lo
               más probable es que le arrancara los cojones con unas tenazas y se los diera a
               comer al perro delante de los niños. Juan Antonio intentó explicarle en varias
               ocasiones  que  él  no  había  comentado  nada  delante  de  Marisol,  pero  ella

               parecía tener los oídos tapiados con hormigón. De madrugada en el sofá, con
               la tele de fondo, trató de ser empático y ponerse en la piel de su mujer. El
               resultado  del  experimento  le  desoló:  las  palabras  de  la  niña  eran  prueba
               fehaciente  de  su  metedura  de  pata.  ¿Metedura  de  pata?  Ojalá  Marta  lo

               considerara solo eso. Ella había inflado el asunto hasta elevarlo a imprudencia
               temeraria. Juan Antonio consideró la reacción de su esposa desproporcionada:
               al fin y al cabo la cría estaba bien, había dormido todas las noches de un tirón
               y no había vuelto a mencionar ni el accidente de Maite ni al puñetero Jesusito.

               ¿Y si aquella respuesta desmesurada por parte de Marta era un síntoma de
               hartazgo? Tal vez había encontrado en el incidente una oportunidad idónea
               para darle de lado…
                    —Puede  que  se  esté  cansando  de  mí  —⁠murmuró  Juan  Antonio  en  la

               soledad de su coche, sin darse cuenta de que manifestaba sus pensamientos en
                        ⁠
               voz alta—. Tal vez las cosas no sean tan bonitas como yo las veo.
                    Dejó pasar el tiempo con las manos en el volante, hasta que la vieja pick-
               up Piaggio de Fernando Jiménez hizo su aparición poco antes de las nueve y

               diez.  El  contratista  llevaba  a  su  hijo  mayor  en  la  cabina  y  al  menor
               repantigado en la caja descubierta de la furgoneta. El vehículo tenía el tamaño
               de un utilitario pequeño y más arañazos y porquería que la cama de Regan
               McNeill. Rafi, el más joven, saltó a tierra antes de que su padre y su hermano

               se liberaran del cinturón de seguridad. El menor de Fernando Jiménez tenía
               dieciocho  años;  al  contrario  que  su  progenitor,  era  bastante  alto  y  lucía  un
               cuerpo de gimnasio, complementado con un corte de pelo cani con crestilla
               bakala. Por supuesto, no faltaban los tatuajes tribales reptando del brazo al

               hombro, ni el piercing en la nariz, ni un par aros en la oreja. Su aspecto traía a
               Fernando Jiménez por la calle de la Amargura, a pesar de que Rafi era un
               chico encantador y un eficiente trabajador, sobre todo en lo concerniente a
               albañilería y pintura.







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