Page 94 - La iglesia
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Abrió por enésima vez la carpeta donde había guardado las fotos de la
talla. Seleccionó una de ellas y la amplió, recreándose en el realismo de la
carne, en el brillo de la sangre, en los destellos del sudor purulento… Hasta
podía oler el tufo almizclado del sufrimiento. Cambió de foto hasta que
apareció un primer plano del rostro del Hijo de Dios. Acercó el zoom hasta
que sus facciones ocuparon toda la pantalla. Le daba igual cómo estaba
esculpido: amaba lo que representaba. El peso de la calidad artística y la idea
de liderar una cofradía que procesionara la única obra de Ignacio de Guzmán
compensaba cualquier prejuicio.
—Hermano mayor de la Cofradía del Santísimo Cristo del Dolor y
Sufrimiento, por ejemplo —fantaseó en voz alta mientras bebía un trago de
ron—. Mis colegas de Sevilla se quedarán pasmados cuando se enteren…
Apuró la copa y la rellenó con pulso tembloroso. La borrachera iba a más,
pero él se sentía eufórico. Volvió a consultar su reloj de pulsera. Las tres
menos veinticinco. «Y mañana es sábado y no tengo que currar». Justo
cuando iba a regalarse el primer sorbo, una voz masculina procedente del
monitor le habló:
«Gracias, Manuel».
Perea detuvo la copa a un centímetro de sus labios brillosos y contempló
la pantalla con cara de idiota. El rostro del cristo seguía allí, con sus ojos
fieros enfocados en el teclado de su PC. Por un momento pensó que habría
algún programa funcionando de fondo, tal vez un vídeo de YouTube o algún
podcast de radio; o puede que se hubiera dejado Skype abierto y un amigo se
acabara de conectar. Cuando posó la mano en el ratón para comprobarlo, la
voz se dirigió a él de nuevo en tono amable:
«Soy yo, Manuel, mírame, no tengas miedo».
A Perea se le resbaló la copa de la mano, y esta se hizo añicos contra el
suelo. Casi sufre un infarto cuando la mirada del crucificado se elevó para
clavarse en la suya. Dio tal respingo en la silla que temió despertar a su
familia. Si Lola le encontraba borracho le caería una buena, y si alguno de los
niños le descubría en tal estado se chivarían a su madre y el resultado sería el
mismo. Por suerte para él, la casa continuó en silencio.
«No te asustes, Manuel». El rostro de Jesús adoptó una expresión mucho
más dulce que el de la talla; incluso parecía haber menos sangre empañando
sus facciones. «Agradezco tu afán por liberarme de mi prisión».
—Esto no es real —murmuró Perea, lanzando una mirada de soslayo a la
botella de Havana Club. Había oído hablar del delirium tremens y de las
alucinaciones producidas por el alcohol. Pero ni él era alcohólico, ni una
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