Page 98 - La iglesia
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—Pues aplícate el cuento, que es posible que él empezara así —⁠le dijo

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               Ernesto, medio en serio, medio en broma—. Espero que te des por satisfecho
               con tus averiguaciones y esto no se vuelva una obsesión. Recuerda que no
               eres un jorgiano.
                    —El padre Alfredo dice que se conservan muchos documentos de aquella

               época en el Archivo Diocesano. Tal vez haya algo interesante allí. —⁠Clavó
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               sus ojos en el párroco—. ¿No te intriga conocer toda la historia de nuestra
               iglesia, o saber más de esa cripta y de esa talla?
                    —No  —contestó  Ernesto,  tajante—.  Mi  principal  preocupación  en  este

               momento es que Manolo Perea no se nos instale en la parroquia acompañado
               de una cohorte de capillitas y nos dé el coñazo mañana, tarde y noche. Si de
               mí dependiera, tapiaba esa cripta con todo lo que contiene y no la volvería a
               abrir jamás.
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                    —Pero es posible que esa talla sea una obra de arte muy valiosa —repuso
               Félix.
                    Ernesto puso los ojos en blanco y consultó su reloj.
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                    —Una obra de arte preciosa —gruñó⁠—, la más bonita del mundo. Me voy
               a  la  ducha,  quiero  estar  en  la  iglesia  antes  de  que  llegue  Rodero  con  el
               contratista.
                    —En cuanto termines entro yo.
                    —Tú  quédate  en  casa  y  duerme  un  poco.  Y  cuando  digo  dormir,  es

               dormir, nada de seguir ahí sentado.
                    Félix le dedicó un saludo militar.
                    —A la orden.
                    Ernesto levantó el pulgar en gesto de aprobación y se encerró en el cuarto

               de  baño.  El  padre  Félix  se  estiró,  bostezó  y  se  encaminó  a  su  dormitorio,
               convencido  de  que  en  internet  no  encontraría  nada  de  lo  que  andaba
               buscando. Mientras se arropaba bajo la manta, se dijo que en cuanto tuviera
               ocasión se dejaría caer por la vicaría.

                    Estaba seguro de que el padre Alfredo le autorizaría a meter las narices en
               los documentos del Archivo Diocesano.









               El reloj del Toyota de Juan Antonio Rodero marcaba las 8:49 de la mañana.
               Había  llegado  antes  de  tiempo.  La  única  compañía  que  tenía  en  el

               aparcamiento de la Iglesia de San Jorge era el Renault 5 de Saíd. Aunque las




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