Page 101 - La iglesia
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                    —Me  alegra  verle  por  aquí  —dijo  el  padre  Ernesto  con  la  mano
               extendida.
                    —Acabo  de  decirle  a  Rodero  que  le  conocí  en  el  barco,  el  otro  día
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                                                                        ⁠
               —comentó Jiménez, estrechándosela con energía—. Estos son mis chiquillos:
               el  mayor,  Miguel,  y  el  benjamín,  Rafi.  A  este  a  ver  si  le  suelta  usted  una
               hostia de las suyas, que fíjese qué pintas de macarra me lleva, el muy cabrón.
                    Juan Antonio sintió que la sangre se le bajaba a los pies. Lo curioso fue
               que, en lugar de molestarse, el párroco soltó una risa.
                    —No me atrevo, tiene brazos como piernas.

                                                                                               ⁠
                    —Gimnasio,  arroz,  pollo  y  pienso  para  musculocas,  padre  —sentenció
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               Jiménez—. Estos mucha fachada y luego no tienen ni media guantá.
                    Rafi y Miguel encajaban los comentarios de su padre con deportividad y
               risas  mudas.  Juan  Antonio  se  dijo  que  tendría  que  hacérselo  mirar:  por  lo

               visto,  él  era  el  único  al  que  no  hacían  gracia  las  ocurrencias  de  Fernando
               Jiménez. Tal vez estuviera falto de sentido del humor.
                    —Pues si le parece vamos al lío, padre —⁠dijo el maestro de obras, que se
                                                                    ⁠
               dirigió  a  continuación  al  arquitecto  técnico—.  ¿Qué  quiere  que  hagamos
               aquí?
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                    —Mire  las  paredes.  —Juan  Antonio  las  señaló  con  el  dedo—.  Toda  la
               iglesia tiene esas manchas, menos el retablo y los frescos del techo.
                                                                      ⁠
                    —Menos mal —celebró Fernando Jiménez—. Esas cosas artísticas no las
               tocamos.
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                    —¿Podría ser un defecto de la pintura vieja? —aventuró el aparejador—.
               No hay humedad en los muros y no parece moho…
                    Jiménez y sus hijos examinaron las paredes de cerca, las rascaron con el

               dedo e intercambiaron impresiones en voz baja. El dictamen del maestro de
               obras fue pragmático.
                    —Rascaremos todas las paredes y daremos emplaste nuevo. Me apuesto
               un  huevo  a  que  el  problema  queda  resuelto.  ¿En  la  trastienda  también  hay

               manchas de estas?
                    El padre Ernesto alzó las cejas.
                    —¿La trastienda? ¿Se refiere a la sacristía?
                    —Eso  mismo,  padre.  Yo  le  llamo  la  trastienda  —⁠declaró  Jiménez,

               encogiéndose de hombros.
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                    —La pintura está igual en todas partes —confirmó Juan Antonio.
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                    —Pues vamos a la trastienda a echar un vistazo —propuso Jiménez, sin
               bajarse del burro.







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