Page 95 - La iglesia
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borrachera  ocasional  produce  esos  resultados⁠—.  Debo  estar  enfermo,  o

               delirando, pero esto no puede ser real.
                    «Lo  es,  tenlo  por  seguro»,  respondió  el  cristo,  esbozando  una  sonrisa
               comprensiva distorsionada por sus dientes afilados. «No seas como Tomás,
               no quieras introducir tus dedos en mis llagas. ¿Dónde está tu fe, tu devoción?

               Llevas una vida entera oyendo hablar de milagros, ¿y ahora que te permito
               contemplar uno con tus propios ojos, no me crees?».
                    Perea  guardó  silencio.  Agradeció  estar  borracho.  De  no  haberlo  estado
               habría salido corriendo, se habría cagado encima o algo peor. Por suerte, el

               ron le infundía valor.
                    —¿Qué quieres de mí?
                    «Que  cumplas  la  misión  de  Dios».  Al  oír  esto,  Perea  frunció  el  ceño,
               como si le costara entender el mensaje procedente del monitor. «Su voluntad

               es que mi imagen sea venerada por las calles, para que mi bendición alcance a
               todos los fieles. Consigue que contemplen mi gloria, que me adoren, y los
               milagros  se  sucederán  ante  vuestros  ojos  incrédulos.  Yo  sanaré  vuestras
               enfermedades,  os  libraré  de  vuestros  males,  aliviaré  vuestro  sufrimiento…

               Vuestro mundo será mejor».
                    El cristo de la pantalla ladeó la cabeza y sonrió. A Perea, aquellos dientes
               seguían  pareciéndole  los  de  un  depredador,  pero  se  dijo  que  su  aspecto  le
               daba igual. Dios le otorgaba un privilegio único. La idea de protagonizar un

               fenómeno  tipo  Fátima  o  Lourdes  le  emocionó  de  tal  forma  que  derramó
               lágrimas de júbilo. No se postró de rodillas delante del monitor por miedo a
               herirse con los cristales rotos que salpicaban el charco de ron.
                                                                  ⁠
                    —Señor,  hágase  en  mí  tu  voluntad  —pronunció,  con  la  frente  apoyada
               sobre sus manos cruzadas.
                    «Pero  cuidado»,  le  advirtió  la  imagen.  «Encontrarás  obstáculos  en  tu
               camino. Los sacerdotes querrán ponerte en mi contra, sobre todo el párroco.
               No le temas, porque su fe es débil y su lucha será efímera». Perea dio dos

               cabezazos  asertivos,  ojos  cerrados  y  cabeza  gacha.  «Sé  que  me  obedecerás
               cuando llegue el momento», prosiguió el cristo. «Eres mi elegido. Y ahora, ve
               en paz».
                    La imagen volvió a componer la fotografía original, con la mirada hacia

               abajo  y  las  manchas  de  sangre  mancillando  la  piel  macilenta.  Perea  se
               santiguó y le dedicó el padrenuestro más fervoroso que jamás rezara. Apagó
               el monitor y recogió los trozos de cristal con cuidado de no cortarse. Barrió y
               pasó  la  fregona  como  un  autómata.  Aquello  no  había  sido  un  sueño,  había

               sido real. Hasta solo un rato antes, su única aspiración era dar envidia a sus




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