Page 93 - La iglesia
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Ella soltó una risa sardónica, carente de cualquier atisbo de humor.

                    —¡Ya veo! Ella se ha inventado lo que acaba de decir en un arranque de
               creatividad.  ¡Muchas  gracias  por  aumentar  su  vocabulario  con  una  palabra
                                                                                         ⁠
                           ⁠
               nueva! —Señaló con la cabeza los sándwiches a medio hacer—. ¡Haz algo
               útil! Y no hagas uno para mí, se me ha quitado el hambre.
                    Marta abandonó la cocina con Marisol en brazos, dejando a su marido en
               compañía  de  Ramón,  que  seguía  sentado  junto  a  su  bebedero  con  cara  de
               culpabilidad.  Juan  Antonio  meneó  el  culo  de  cerveza  que  le  quedaba  y  la
               engulló  de  un  trago.  Fue  a  por  otra.  Se  sentía  actor  de  una  obra  de  teatro

               ajena, una cuyo guion y elenco desconocía. ¿De dónde habría sacado Marisol
               la  información  del  suicidio  de  Maite?  ¿Y  qué  era  aquello  de  que  iría  al
               infierno? No entendía nada. En silencio, terminó de preparar los sándwiches
               de pavo y los metió en el horno. En tres minutos estarían listos. Contempló su

               Alhambra 1925 recién abierta y le dio un trago largo.
                    Por primera vez, en casi dos décadas, sintió que no quería ver a su mujer.
               Durante los últimos minutos le había parecido una desconocida. En silencio,
               rogó al universo para que todo quedara así y no fuera a peor.










               Antes  de  mudarse  definitivamente  con  su  familia  a  Ceuta,  Manolo  Perea
               había habilitado el cuartucho de servicio junto a la cocina para uso propio. En
               su día forró dos testeros de estanterías baratas que llenó de libros y regalos
               que el banco había tenido a bien obsequiarle a lo largo de su carrera en Caja

               Centro; adquirió una mesa de ordenador en kit, una silla giratoria de ruedas y
               bautizó la estancia con el pomposo nombre de despacho. Allí pasaba las horas
               muertas  navegando  por  internet,  visionando  vídeos  de  Semana  Santa  o
               preparando notas para sus próximas publicaciones.

                    Esa noche, Perea había abierto una botella de Havana Club para celebrar
               el  descubrimiento  de  la  talla.  La  tenía  sobre  la  mesa,  junto  a  una  copa  de
               balón que ya andaba por la mitad de ron. La había rellenado tres veces, y su
               cerebro  comenzaba  a  experimentar  la  euforia  del  alcohol.  Vestía  la  misma

               ropa  que  había  llevado  por  la  tarde,  a  excepción  de  la  omnipresente
               americana, que colgaba de una percha dentro de un armario. Su esposa y sus
               hijos  dormían  desde  hacía  horas.  Miró  el  reloj:  las  dos  y  veinte  de  la
               madrugada. Olfateó el ron y emitió un suspiro de placer.







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