Page 6 - La iglesia
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I
VIERNES, 1 DE FEBRERO
Ernesto Larraz Hernández, sacerdote y licenciado en Matemáticas. Fe y razón
en extraño maridaje, con predominio de la razón sobre la fe. Treinta y cinco
años de footing, tenis y comida sana. Cabello corto y negro, y ojos que
tienden a entrecerrarse al mirar. Un hombre apreciado por sus amigos,
admirado por sus colegas y respetado por sus alumnos.
Hasta que cometió un error.
Un error puede ser como una bala: acaba contigo en un instante, sin
importarle nada de lo que hubieras hecho antes. El padre Ernesto Larraz
cometió uno de esos, uno bien gordo; uno que motivó que, dos semanas
después, cruzara las puertas de la sede del Obispado de Cádiz con el aplomo
acongojado de quien entra en un hospital a operarse a vida o muerte.
Dejó atrás el patio principal y subió los peldaños de la escalera barroca
que llevaba al piso superior. Se cruzó con varias personas en el pasillo.
Saludos forzados, miradas furtivas. Era evidente que sabían quién era. Le
esperaban. Esperaban al reo. Le extrañó no encontrarse retratado en uno de
esos típicos carteles de wanted que aparecen en las películas del oeste.
—¡Ernesto!
Una voz familiar llamó la atención a sus espaldas. Víctor Rial, antiguo
compañero de seminario y secretario personal de su Ilustrísima. El mismo que
le había enviado el correo electrónico convocándole al Obispado y el mismo
que había tenido la deferencia de llamarle a su teléfono personal antes de
hacerlo. Rial comprobó que estaban solos en el rellano y le obsequió con un
abrazo cargado de comprensión.
—¡Qué mala sombra ha tenido todo esto! —fue lo único que dijo, en un
suspiro.
—Qué le vamos a hacer —se lamentó el padre Ernesto—, cosas que
pasan. Gracias otra vez por llamarme.
Rial le restó importancia con un gesto.
—Nada, hombre. Para eso están los amigos. Ven, te acompañaré hasta la
guarida de su Ilustrísima.
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