Page 9 - La iglesia
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chico, ese tal Juan Carlos Sánchez Peralta. Un auténtico prenda. Me gustaría

               conocer su versión, padre.
                    —Juan Carlos es un matón, monseñor —⁠dijo Ernesto, haciendo lo posible
               por  no  sonar  rencoroso⁠—,  aunque  no  vaya  rapado,  ni  lleve  tatuajes  ni
               pertenezca a ninguna tribu urbana…

                    —Es de buena familia, lo sé.
                    —No  es  alumno  mío,  pero  todo  el  mundo  le  conoce  en  el  centro.  Es
               repetidor:  está  en  primero  de  bachillerato,  aunque  le  faltan  pocas  semanas
               para  cumplir  los  dieciocho.  Esa  tarde  estaba  frente  al  colegio  con  dos

               compañeros más, molestando a dos de mis mejores alumnos: unos chavales
               encantadores, estudiosos, de esos que van a lo suyo, cumplen con sus tareas y
               no se meten con nadie.
                    El obispo asintió. Le escuchaba con atención.

                    —Los críos estaban intimidados. Yo me escondí detrás de un coche, por si
               aquello iba a más. No oí lo que hablaban entre ellos, pero luego me enteré de
               que Juan Carlos les había pedido dinero.
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                    —El impuesto revolucionario —bromeó el obispo.
                    —Juan Carlos ordenó a sus amigos que sujetaran a uno de los chicos, y él
               empezó a darle bofetadas al otro. No eran demasiado fuertes, pero eran golpes
               secos  y  repetidos.  El  pobre  chaval  no  tenía  valor  para  defenderse.  Una
               humillación en toda regla.

                    El obispo no movió un músculo de su cara.
                    —No  pude  contenerme  —prosiguió  Ernesto⁠—.  Los  amigos  de  Juan
               Carlos me vieron venir y este hizo lo típico: pasarle el brazo por encima y
               alegar que se trataba de una broma. Yo sabía que no era verdad. Los otros

               soltaron  al  que  mantenían  inmovilizado  y  actuaron  de  forma  parecida,
               adoptando una actitud amistosa. Les dije que lo había visto todo y ellos lo
               negaron en mi cara con total desfachatez. Lo más triste fue que las víctimas,
               llevadas por el miedo, corroboraron su testimonio. Yo insistí y Juan Carlos

               empezó a ponerse gallito. Me provocó, preguntándome qué iba a hacer, si iba
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               a pegarle. —Una pausa para dar un sorbo al café; en ese momento, habría
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               preferido un trago de coñac—. Traté de no responderle. Tuve que tragarme
               sus bravatas, y estas acabaron siendo insultos. Ya sabe: si no has cumplido los

               dieciocho, en este país eres invulnerable.
                    El obispo asintió en silencio, dejándole continuar.
                    —Me dio un empujón. El resto ya lo sabe.
                    —Entró usted al trapo —suspiró el obispo.

                    —El mayor error de mi vida. No se imagina cuánto me arrepiento…




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